lunes, 11 de marzo de 2013

Moby Dick, la novela blasfema



El final de Moby Dick es uno de los más bellos y terribles de la historia de la literatura. El barco ballenero ‘Pequod’ hundiéndose en un mar tornasolado, de colores fulgurantes, rojizos, como salidos de la paleta de Turner; un naufragio provocado por la locura obscena de un hombre obsesionado por retar a la creación. Ese hombre es el Capitán Ahab, protagonista del libro de Melville que, como Prometeo o Falstfaff, es la continuación de aquellos héroes que se enfrentan a la divinidad. Es un hombre marcado por la amputación de su pierna a cargo de la gran ballena blanca ‘Moby Dick’ y que, en su afán de venganza, se hace de nuevo a la mar para encontrarla y matarla.

Según el crítico norteamericano Harold Bloom, Moby Dick es la novela americana por excelencia, es su Quijote, aunque sin la ironía y el humor del libro de Cervantes. Como el Ulises de Joyce, navega por todos los géneros; desde la prosa más barroca a la más limpia, desde piezas teatrales a mayestáticos monólogos y poesía. En medio de estos arranques poéticos coexisten largas digresiones que, en opinión de algunos, entorpecen la narración. Es verdad que algunos pasajes pueden resultar pesados, pero otros son imprescindibles porque ahondan en el espíritu del libro. Son por ejemplo aquéllos que se refieren a la vida de los marineros en alta mar; el libro es un auténtico tratado de la vida ultramarina. Estas interrupciones en el discurso narrativo responden a la ya desfasada idea del valor enciclopédico de la novela. Otros trazos que interrumpen el discurso se sumergen en ideas metafísicas, como el horror ante lo blanco, ya tratado anteriormente por otros autores como Allan Poe. Algunos críticos, de hecho, sostienen que Moby Dick no es sino la continuación de aquel fascinante libro de aventuras que fue ‘Las aventuras de Gordom Pym’, intento que también emuló H.P Lovecraft con la novela ‘Las Montañas de la Locura’.

En todo caso leer este libro es una experiencia estremecedora; el lector se hace partícipe de esta gran blasfemia, como denominó John Houston a la novela que se encargó de llevar al cine. La blasfemia de alguien que quiere retar el mundo por su ciega idiotez, por su sin razón, por su violencia. En este sentido, es una novela simbolista y el animal marino no es sino la alegoría de lo indescifrable, de lo desconocido. ¿Dios? Más que Dios la naturaleza que somete al hombre, el mundo visible que lo constriñe entre sus rígidas paredes y, al final de todo, la muerte, pesada losa que nos oprime desde que nacemos.

El Capitán Ahab reta a un Dios chapucero que permite que una bestia como una ballena domine al ser humano. No se somete, como el común de los mortales y asume un rol que no le corresponde. Ahab es todo aquél que se rebela ante los dictados de un supuesto Dios que juega despiadadamente con el sufrimiento humano. En esa clave metafísica debe leerse la novela. En uno de los momentos más intensos del libro dice: “Pegaría al mismo sol, si me ofendiera”. En su locura vive obsesionado con vengarse de todo aquello que permanece fuera de nuestro logos. El resto de tripulantes se ven arrastrados en su viaje al infierno, salvo Sturbuck, el primer oficial, que asiste anonadado al cambio en la actitud de la tripulación, que se contagia de la locura de su capitán. 

Sturbuck representa la visión cristiana del mundo. Según algunos críticos Melville pudo haber llegado a abrazar el gnosticismo, teoría que defendía que el dios que domina el mundo no es más que un impostor y que el verdadero creador fue expulsado y permanece fuera del cosmos. En el libro está representada esta creencia y el zoroastrismo, en la figura de Fedalla, el misterioso arponero que actúa como guardián de Ahab. Estas tres religiones coexisten en un equilibrio difícil.

El libro, por otra parte, es un auténtico tratado de cetología y de la vida en el mar, en unos tiempos en los que la ballena era tan importante por sus recursos para la vida cotidiana. Además, todos aquellos entusiastas de las novelas de Stevenson y en concreto de ‘La Isla del Tesoro’ reconocerán semejanzas en los primeros capítulos del libro; aquéllos que narran la llegada de Ismael al pueblo pescador de Nantucket y la descripción del ambiente marino en las tabernas del pueblo, genialmente retratado, con gusto poético y romántico, por John Houston.

En última instancia el libro también enseña cómo enfrentarse a la muerte. Como el capitán Ahab, hay que caminar hacia ella orgullosos, altivos y con media sonrisa en el rostro.

viernes, 19 de octubre de 2012

La noche


La existencia del escritor debe ser un continuo estado de guerra contra el embotamiento general, un constante recordar que vivimos instalados en el absurdo, alejados de nuestra verdadera naturaleza. En la vida hay demasiado y demasiado poco; una afanosa acumulación de estorbos no esenciales y una carencia de cosas esenciales, por eso para disfrutarla en plenitud hay que despojarla de la organización que la absorbe. Muchos escritores han rendido tributo a la noche como metáfora de la liberación del hombre; cuando los perfiles de la realidad se difuminan podemos intentar vislumbrar parte de aquella luz latente en nuestro interior. Los románticos nos enseñaron que no es posible ver este mundo como algo acabado, sino como algo incompleto y lleno de desgarrones, entre los que se filtran reflejos del infinito. Captar esos reflejos sería completar nuestro destino, pero la rutina diaria nos aleja continuamente de la verdad y sólo en ciertos momentos, como en las soledades nocturnas, uno puede alcanzar a entrever el tejido del mundo.
Novalis cantó a la noche en sus famosos Himnos. Se trata de un poema grandilocuente, en el que proclama a la noche como la llama liberadora de la condición humana. Sus confines son inabarcables y sus límites los del universo. En ella el alma se libera de todos los condicionantes humanos para vislumbrar su trascendencia en el orden universal. El poeta alemán escribió este poema tras la muerte de Sophie, su gran amor, pero su significación trasciende su carácter autobiográfico. Es verdad que en sus reiteradas visitas a la tumba de su amada Novalis experimentó profundas vivencias espirituales, pero la construcción de estos cantos hace pensar en una meditada respuesta al racionalismo heredado del siglo anterior.

El poeta germano no fue el único que dedicó a la noche gran parte de sus potencias poéticas, toda una generación de escritores del XIX alemán se refugiaron en ella. Jean Paul, Teck, Hoffman y Holderlin apelaron a su místico refugio en la búsqueda del ser verdadero. Sus trayectorias vienen reflejadas en el celebrado ensayo de Albert Beguin ‘El alma romántica y el sueño’. Esta corriente de espiritualismo corrió como un vendaval por el panorama literario francés y configuró el sentido moderno de la poesía. Les siguieron Nodier, Guérin, Nerval, Victor Hugo, Baudelaire, Lautrémont, Rimbaud, Mallarmé e incluso Proust.
El movimiento romántico buscó la noche como contrapunto al racionalismo, como sublimación del espíritu, pero es justo reconocer que quizá la primera obra que dio sentido al movimiento por su rebeldía ante lo creado es el ‘Werther’ de Goethe. Sin duda fue el pistoletazo que despertó las conciencias en la juventud europea. Representaba el suicidio por amor, sin duda el acto romántico por antonomasia, que fue emulado por muchos jóvenes de la época.

En Inglaterra las influencias románticas calaron en la poesía con Keats, Coleridge, Woordsworth y, posteriormente, en la novela, en un movimiento que revivió otro de  marcado carácter inglés, el gótico, que nació con aquella lejana novela de Horace Walpole ‘El Castillo de Otranto’. En sus pasajes medievalistas y fantásticos la noche era un gran lienzo que movía los entresijos de nuestras conciencias.
La noche, como dejó escrito Baudelaire, es la liberación de nuestro yo. “Nuit! ô rafraîchissantes ténèbres! vous êtes pour moi le signal d'une fête intérieure, vous êtes la délivrance d'une angoisse”.

martes, 10 de abril de 2012

Mc Carthy, la terrible indigencia del hombre

Cormac Mc Carthy es el mejor escritor entre los vivos. Es un literato grandioso y difícil, si por dificultad entendemos su capacidad para explicar aquella realidad que está oculta tras la apariencia. Su literatura demuestra que la esencia de las cosas es algo más complejo que la significación que puede atribuir el hombre e intenta llegar a su significado primigenio.
Este escritor norteamericano, como legítimo sucesor de Faulkner, también tiene su propio universo literario, que es ese territorio desolado de la frontera de Estados Unidos y el norte de México, un lugar que parece anclado en un lento pasado. Este México revisitado es también el de Juan Rulfo, aquél México de Pedro Páramo, en el que las voces de los muertos dirigen los pasos de los vivos.

La trilogía de la Frontera (‘Todos los hermosos caballos’, ‘La Frontera’ y ‘Ciudades de la llanura’) narra, de forma concisa y lacónica, la huida hacia delante de dos adolescentes que afrontan un destino desolador con el estoicismo del que acepta lo inevitable. Son novelas de aprendizaje en un entorno hostil, que podrían tener su referente en el western. La idea de justicia, honor, venganza, el dilema moral o la elección entre hacer lo correcto o salvar la vida son temas recurrentes en el western y son recogidos por Mc Carthy, que también hace una literatura muy masculina, enfrentando a sus héroes a esas cuestiones eternas que también preocuparon a cineastas como Ford o Hawks.

Pero no sólo hay épica en este viaje al infierno, también una crítica a la sociedad postindustrial y una fascinación por un pasado no tan remoto en que el ser humano se enfrentaba de tú a tú a la naturaleza. Los personajes de estas tres novelas son outsiders ajenos al sistema productivo y, de alguna manera, son el trasunto contemporáneo de aquellos pieles rojas en los que soñaba convertirse Kafka. El hombre es un inadaptado, un apéndice innecesario de la naturaleza, que es la gran verdad, la cruel verdad. Con gran “fisicidad” este escritor nos enseña aquellas aptitudes artesanales y racionales que el hombre ha perdido y que puede llegar a desarrollar. Su literatura desprende un gusto por los pequeños detalles, por el trabajo bien hecho, por aquéllas épocas en las que el hombre y la naturaleza se hablaban directamente.
En cierto modo, Mc Carthy recoge el testigo de Jack London al describir el mundo hostil que rodea al ser humano, que, como ser extraño y asombrado, debe aprender a formar parte de él, costosamente, con un esfuerzo continuo que abruma y desazona. En sus páginas, entre sus descripciones, en los escuetos diálogos de los personajes, está oculta la lucha eterna entre el espíritu humano y el universo.

El escritor narra esta lucha y dialoga con la creación. Y esa creación es obra de Dios. En muchas de estas digresiones se cita a un Dios implacable, bárbaro, impasible ante el sufrimiento de un ser indefenso. En ‘La Frontera’ podemos leer páginas terribles, que juzgan la creación como una maquinaria cruel y que recuerdan aquel discurso de Ivan Karamazov (Los Hermanos Karamazov, Dostoievski)  cuando quiere desvincularse de un universo “que se ríe de las lagrimas de cualquier niña martirizada, que se golpea el pecho con sus puñitos y reza al ‘buen Dios’, que no acude a vengar sus lágrimas”. Esta creación, esta armonía universal ha salido demasiado cara. El personaje del ermitaño de ‘La Frontera’, agarrándose a las Sagradas Escrituras en el interior de una iglesia semiderruida, dedicando su vida a ajustar cuentas con Dios, me recuerda al mismísimo Dostoievski; un loco místico sin Dios, que no puede entender la vida sin trascendencia divina, como en su día lo retrató Stefan Zweig.
Otra de las obsesiones del escritor norteamericano es la oscuridad, la oscuridad de la que está hecho el mundo. La luz es un elemento clave en su discurso y la inminente vuelta del ser humano a la oscuridad eterna una obsesión. “La luz del mundo sólo está en los ojos de los hombres, pues el propio mundo gira en perpetua oscuridad y la oscuridad es su auténtica naturaleza y su verdadera condición”. Vivimos en penumbra, en la oscuridad permanente de un mundo que no necesita luz para existir y esa penumbra también nubla nuestras percepciones, nuestro pensamiento, nuestros sueños.
Para McCarthy la vida es memoria y luego nada, aunque un solo recuerdo puede justificar toda una existencia.

Gonzalo de Santiago

lunes, 27 de febrero de 2012

El Ulises, último reclamo turístico

Tras escribir el Ulises, James Joyce afirmó que su intención había sido dibujar una estampa tan fiel de Dublín que si la ciudad desapareciera podría volver a reconstruirse. Y, en verdad, la precisión en las descripciones de calles y lugares emblemáticos de la capital irlandesa es casi obsesiva. Tanto es así, que si uno ha tenido el tiempo y la valentía de leer la discutida novela, es imposible no ver aquella vieja ciudad oscura, empedrada, cuyas estrechas calles eran recorridas por carruajes traqueteantes y por mujeres endomingadas. Es obvio que uno no espera encontrar en el actual Dublín globalizado de las academias de inglés aquella vieja foto color sepia que ilustra no pocos ejemplares del Ulises. Pero al menos, sobre todo si uno viaja para celebrar el Bloomsday, uno espera que la ciudad desprenda un ápice del aroma añejo de los libros. Quizá es deformación literaria, pero tras leer esta monumental obra es imposible ya darse un paseo por la playa de Sandymount sin evocar a Leopold Bloom, aquel modesto agente publicitario que vislumbraba la muerte en cada acto cotidiano, o entrar en uno de los innumerables pubs de Temple Bar sin recordar las disertaciones de los personajes que los frecuentan en el libro.
       A pesar de mi ilusión por compartir y departir con otros joyceanos mis impresiones sobre el libro que más ha removido los cimientos de mi pensamiento y por aprender nuevas aproximaciones a una obra que admite tantas interpretaciones como lecturas, mi participación en el Bloomsday se limitó a observar y reír las gracias a las decenas de personas que se paseaban por la ciudad vestidas con los ropajes de los personajes del libro, deambulando como graciosas sombras chinescas en un decorado ajeno a su peripatético homenaje. Uno esperaba una mayor participación de los habitantes dublineses en lo que significa, no sólo la conmemoración de una de las obras cumbres de la literatura, sino uno de los momentos más trascendentales en la historia de Irlanda. Pero el afán por atraer turistas ha convertido una cumbre literaria en un espectáculo cuasi circense, en el que la gastronomía es casi la protagonista principal.
       Los miembros del comité organizador y otros participantes tratan de emular los triviales pasos de Leopold Bloom, principal personaje del libro, y en el que Joyce volcó parte de su experiencia vital y cultural, y completan el día comiendo suculentos platos condimentados con riñones de cerdo y asadurillas, aligerando sus vejigas tras engullir generosas pintas de cerveza y recitando algunos pasajes del libro a los sorprendidos transeúntes.
       Desde 1954, año en el que se celebró el primer Bloomsday, este festival atrajo la atención de dignos profesores de Literatura e intelectuales, y se consolidó con el tiempo como uno de los grandes eventos culturales del mundo. Sin embargo, hoy en día la mayoría de los asistentes reconoce que la mejor parte del Bloomsday son las suculentas comidas ofrecidas por los pubs irlandeses, la bebida y la diversión. Es verdad que se hacen representaciones del libro por las calles y que incluso se recitan algunos pasajes en una de las plazas más famosas de la ciudad, pero nadie parece participar de la emoción de la prosa de Joyce.
       Hablando sobre esta celebración, el dueño de una de las librerías más visitadas de Dublín me comentó que hace años una encuesta mostró las vergüenzas de las personas que acudían año tras año a celebrar el Bloomsday, pues ninguno de ellos afirmó haber completado la lectura. Es un hecho que, al igual que la globalización está cambiando la fisonomía de las ciudades, nuestros hábitos como lectores también se están uniformando. La tendencia del público es a consumir el último éxito editorial y las modas literarias atienden a aspectos puramente formales o argumentales. No es el caso de Enrique Vila Matas, que cada año se desplaza al Dublín de Joyce para homenajear una obra que considera clave en el devenir de la Literatura. De hecho, su última novela, Dublinesca, se desarrolla en un Dublín crepuscular al que un viejo editor viaja para celebrar las exequias de la Literatura como arte ajeno a la cultura de masas. En este libro surge la pregunta de si, tal y como Leopold Bloom asiste en Dublín al cortejo funerario de su amigo Paddy Dignam, estamos asistiendo a dicho funeral.
       Siempre he creído que la Literatura, entendida como un diálogo entre escritor y lector sobre la búsqueda del sentido de la existencia, nunca desaparecerá del todo. Pero sí creo que cada vez hay más lectores que obvian esta trascendencia y simplemente piden una historia que entretenga. Por esta y otras razones se hace imprescindible recordar y valorar aquellas obras que nos enlazan directamente con el núcleo de nuestra existencia. Y el Ulises es uno de los máximos exponentes. Tanto es así que algunas teorías señalan que es la síntesis de nuestra cultura, donde se almacena toda la épica desde los orígenes. Es verdad que la novela contiene numerosos episodios que invitan a la recreación popular, pero no debería perderse de vista que precisamente sus páginas destilan una feroz sátira sobre nuestra frivolidad y falta de perspectiva y son una crítica al tratamiento de la literatura como entretenimiento.
       Tal vez en el futuro, cuando Wikipedia haya arrinconado definitivamente el saber enciclopédico, habrá que recurrir a obras como ésta para recuperar la memoria de Occidente. Y es que, como James Joyce dejó escrito, “el cordón de todos enlaza con el pasado, cable cabitrenzado de toda carne”.

Gonzalo de  Santiago

jueves, 9 de febrero de 2012

La celebración


El sacerdote balbucea promesas huecas ante una concurrencia decrépita. La iglesia está compuesta en su mayoría por ancianas de mirada temblorosa. No son las viejas que retrató Cernuda o lo son en parte, siguen exhalando fétidos perfumes, el fétido pasado de todo ser humano, pero no revisten el encanto de la decadencia, sino el de una humillante normalidad. La mirada perdida reposa en la promesa que desde el púlpito lanza un sacerdote cada vez más ridículo, cada vez más lejano, que se pierde en una maraña de ditirambos a la obra divina. Desterradas de la vida, se arremolinan en la esperanza de una eternidad lejana, incomprensible. 
A veces piensan en sus quehaceres cotidianos, mascullan sus miserias diarias, mientras tratan de pensar la imagen de un padre humano, sin principio ni fin, una abstracción paternal con una gran barba o un ojo que todo lo ve, enmarcado en un triángulo de oro. Piensan también en la tierra, en la sensación gélida de la tierra húmeda, en su repelente abrazo eterno, en la descomposición de la carne, en la entelequia de un espíritu perdido en la negrura de la dimensión. No logran comprenderlo, pero un automatismo ejercido durante años les hace arrodillarse, fieles. El motor más poderoso que mueve a los hombres es la costumbre.
Las viejas hacen cola para recibir la santa hostia; es un desfile orquestado, de una orquestación siniestra, como el fantasmal deambuleo de una ronda de presos. Arrastran sus pies, humildemente juntan sus manos y bajan su mirada. Esperan pacientemente, encogidas, temblando el frío de la desangelada iglesia, de la desangelada Castilla, y vuelven sumisamente a su banco, rumiando el pan eterno. Tal vez en esos momentos su pensamiento gire al pasado, a la lejana juventud, o tal vez al duro trabajo de seguir viviendo en la apatía, ante la indiferencia del mundo.
La misa termina y las ancianas enfilan la salida por el desnudo pasillo de piedra. El portón de la iglesia se abre y un viento helado las recibe. Vuelven, reconfortadas, al rincón de su soledad eterna.

Gonzalo de Santiago

viernes, 23 de diciembre de 2011

Jane Eyre, un hito del romanticismo

Las Bronte representan un caso insólito en la literatura mundial. En algo menos de dos años, entre 1847 y 1848, tres hermanas escritoras publicaron tres de los libros más influyentes en la historia de la literatura inglesa: Jane Eyre de Charlotte; Wuthering Heights de Emily y The Tenant of Wildfell Hall de Anne. Las tres unidas por un mismo grito de desesperación romántica.
Para algunos críticos Jane Eyre es la primera novela romántica de la literatura inglesa, para otros, sin embargo, navega entre dos aguas, la romántica y la realista porque      –aducen- la razón domina la trama. En mi opinión, aunque es verdad que Jane Eyre evoluciona de una rebeldía anticristiana (sin duda marcada por la influencia que Lord Byron ejercía en aquella época) a una suave resignación de marcado carácter cristiano, la forma y el fondo del libro no pueden ser más románticos.
El paisaje es un elemento esencial en este género y los desolados páramos de Yorkshire marcan el ritmo de las páginas de la novela. Cielos brumosos, parajes desolados, escenarios de piedra, hondos valles mojados por el rocío, altos páramos ventosos; todas estas imágenes se asocian irremediablemente con las ruinas espirituales que atormentan a los personajes. La opresiva educación victoriana provocó una reacción contraria en el arte y fomentó un individualismo que buscaba la soledad y la exaltación de los sentimientos.
Ese estado de ánimo buscaba la verdad (Dios) en la naturaleza y en el mundo espiritual, negando así la supremacía moral de un mundo al servicio de la hipocresía. El marco de paisajes y ciudadelas tenebrosas de las obras del romanticismo son el reflejo de la desolación de las almas perdidas, de los personajes sin rumbo, que no se apaciguan ante el deber ser y que buscan un alma gemela que también vague por regiones ultraterrenas. El romántico se concibe a sí mismo como un ser libre, que busca la verdad y no acepta leyes de ninguna autoridad y, aunque es verdad que algunos representantes de este movimiento cuestionaron -al igual que los defensores de la Ilustración- los dogmas religiosos, al mismo tiempo necesitaron fundirse con un orden espiritual superior para poder realizarse plenamente.
Para estos seres la muerte se concibe como un dulce consuelo porque ayuda al espíritu a llegar a la plenitud y es ahí es donde el Creador cobra sentido; es un Dios visto desde la posibilidad de realización y no desde la incapacitación o castración de la potencialidad humana, de los sentidos. Por eso la antireligiosidad de los protagonistas de estas novelas es una reacción a la aplicación del dogma cristiano por parte de la opresiva sociedad victoriana, no hacia la religión en su sentido más espiritual. El sentido religioso del romántico nace de un sentimiento interior, de una intuición e inclinación hacia lo bello, lo misterioso, lo oculto.
Los dos personajes más importantes del libro, Jane Eyre y el señor Rochester, ansían fundirse con el Creador, porque en esa fusión alimentan sus esperanzas amorosas; son amores que traspasan la idea burguesa del matrimonio por conveniencia; son de otro mundo y por eso marcan toda una vida. El romántico asocia el amor con la muerte, pues este amor precisamente acrecienta la sed de infinito, de unión con el todo. Estos dos personajes son el contrapunto al resto de personajes de la novela, que acatan el credo victoriano. Ellos, en cambio, no pueden acatar dichas normas, porque les alejan del ideal, de la verdad.
El precio por esta independencia es el profundo sentimiento de soledad y angustia, sólo liberado por el encuentro con un alma gemela. Aquél que rompe con el orden impuesto, el que busca fundirse con lo eterno en vida, sólo puede hallar incomprensión y vacío en los demás.
Charlotte y Emily Bronte dejaron dos de las novelas más románticas que se han escrito, recogiendo en parte la tradición anglosajona de la novela gótica. Ambas fallecieron de tuberculosis, la más romántica de las enfermedades.
Gonzalo de Santiago

domingo, 16 de octubre de 2011

Tomas Benhard, verdad sin concesiones


Paul Valery odiaba las novelas tradicionales, no creía en las pasiones humanas. Es más, argumentaba que la pasión reduce al individuo a una caricaturización ignominiosa. Es por eso por lo que se refugió en la poesía; un género que se basta a sí mismo y rehúye la vida, a pesar de querer descifrarla. El lector no es el destinatario de los versos, sino un intruso que se asoma a vislumbrar un universo ajeno y que aspira a comprenderlo.
El novelista, sobre todo el que adopta los cánones clásicos de la novela decimonónica, busca el efecto contrario, esto es, hermanarse con el lector, ser su cómplice. En ese caso, el lector tiene que aceptar el juego y unas convenciones establecidas, entre las que se encuentra la exageración voluptuosa y sensual de los sentimientos y las actitudes de los personajes. El que acepta la novela acepta la vida y está dispuesto a compartir suerte con los personajes. El que abraza la poesía acepta que la vida es, sobre todo, recuerdo e imágenes.
El gran escritor austriaco, Thomas Benhard, abarcó todos los géneros, pero da la sensación de que su vida y personalidad se impusieron siempre a su obra. Podríamos decir que su estilo era invisible, como lo era el de los grandes maestros del cine. Parte de ese encanto se basa en huir de la intelectualidad porque el arte siempre escapa de la pedantería. Al escritor austriaco le gustaba estar entre los campesinos, quienes saben mejor que nadie que cualquier palabra es inútil y que todo está dicho. Ya se sabe que el peor de los pecados es el parloteo pedante pseudo-intelectual.
La actitud vital de Benhard estuvo marcada por su abuelo, un anarquista para quien el mundo  pequeño-burgués sólo merecía desprecio y toda su actitud vital se revela contra la estupidez humana, el mayor de los males, y contra un sistema educativo que nos hace burdos, amorfos, que nos prepara para representar el papel de impostura de la vida adulta. La educación y la iglesia son el punto culminante de la estupidez humana y atrofian por igual el espíritu del hombre. Existe en él un arrebato rimbauldiano contra la autoridad, representada en este caso por los maestros.
Benhard los describe como los personajes más infames de la cloaca en la que se ha convertido el mundo, dignos representantes de la corrupción y la estupidez de la sociedad bien pensante. Si un niño quiere salvar su espíritu y libertad debe huir de las garras del sistema educativo “El Estado no quiere una sociedad ilustrada porque significaría la aniquilación de los gobiernos”, escribió.
Nadie ha descrito como él la cortedad de miras de una pequeña sociedad de provincias, en este caso Salzburgo, donde pasó buena parte de su vida. "Todo en esa ciudad está en contra de lo creador… la hipocresía es su fundamento, y su mayor pasión la falta de espíritu… Salzburgo es una fachada pérfida, en la que el mundo pinta ininterrumpidamente su falsedad… Mi ciudad de origen es en realidad una enfermedad mortal”.
Su estilo se basa en frases cortas, que a veces se repiten machaconamente para sorpresa del lector, que se siente atrapado y embrujado en giros concéntricos alrededor de un pensamiento profundo. En ese aspecto, Benhard es el anti-narrador, pues la prosa no avanza, encalla una y otra vez en ideas y sentimientos que marcan una recia actitud vital. Es posible que su educación musical, también inculcada muy temprano por su abuelo, marcara su estilo literario, que se acomoda en ritmos sonoros repetitivos. Este aparente defecto es una virtud, pues le ha creado un sello personal que le emparenta con los más altos representantes de la literatura centroeuropea.
Los cinco libros que componen su autobiografía -El origen, El sótano, El aliento, El frío y Un niño- son una obra cumbre de la literatura del siglo XX y un aldabonazo definitivo contra la hipocresía y la mediocridad humana.
Es la verdad desnuda, sin autocensura, sin disfraz, cruda como la existencia.
Gonzalo de Santiago