Este escritor norteamericano, como legítimo sucesor de Faulkner, también tiene su propio universo literario, que es ese territorio desolado de la frontera de Estados Unidos y el norte de México, un lugar que parece anclado en un lento pasado. Este México revisitado es también el de Juan Rulfo, aquél México de Pedro Páramo, en el que las voces de los muertos dirigen los pasos de los vivos.
La trilogía de la Frontera (‘Todos los hermosos caballos’, ‘La Frontera’ y ‘Ciudades de la llanura’) narra, de forma concisa y lacónica, la huida hacia delante de dos adolescentes que afrontan un destino desolador con el estoicismo del que acepta lo inevitable. Son novelas de aprendizaje en un entorno hostil, que podrían tener su referente en el western. La idea de justicia, honor, venganza, el dilema moral o la elección entre hacer lo correcto o salvar la vida son temas recurrentes en el western y son recogidos por Mc Carthy, que también hace una literatura muy masculina, enfrentando a sus héroes a esas cuestiones eternas que también preocuparon a cineastas como Ford o Hawks.
Pero no sólo hay épica en este viaje al infierno, también una crítica a la sociedad postindustrial y una fascinación por un pasado no tan remoto en que el ser humano se enfrentaba de tú a tú a la naturaleza. Los personajes de estas tres novelas son outsiders ajenos al sistema productivo y, de alguna manera, son el trasunto contemporáneo de aquellos pieles rojas en los que soñaba convertirse Kafka. El hombre es un inadaptado, un apéndice innecesario de la naturaleza, que es la gran verdad, la cruel verdad. Con gran “fisicidad” este escritor nos enseña aquellas aptitudes artesanales y racionales que el hombre ha perdido y que puede llegar a desarrollar. Su literatura desprende un gusto por los pequeños detalles, por el trabajo bien hecho, por aquéllas épocas en las que el hombre y la naturaleza se hablaban directamente.
En cierto modo, Mc Carthy recoge el testigo de Jack London al describir el mundo hostil que rodea al ser humano, que, como ser extraño y asombrado, debe aprender a formar parte de él, costosamente, con un esfuerzo continuo que abruma y desazona. En sus páginas, entre sus descripciones, en los escuetos diálogos de los personajes, está oculta la lucha eterna entre el espíritu humano y el universo.El escritor narra esta lucha y dialoga con la creación. Y esa creación es obra de Dios. En muchas de estas digresiones se cita a un Dios implacable, bárbaro, impasible ante el sufrimiento de un ser indefenso. En ‘La Frontera’ podemos leer páginas terribles, que juzgan la creación como una maquinaria cruel y que recuerdan aquel discurso de Ivan Karamazov (Los Hermanos Karamazov, Dostoievski) cuando quiere desvincularse de un universo “que se ríe de las lagrimas de cualquier niña martirizada, que se golpea el pecho con sus puñitos y reza al ‘buen Dios’, que no acude a vengar sus lágrimas”. Esta creación, esta armonía universal ha salido demasiado cara. El personaje del ermitaño de ‘La Frontera’, agarrándose a las Sagradas Escrituras en el interior de una iglesia semiderruida, dedicando su vida a ajustar cuentas con Dios, me recuerda al mismísimo Dostoievski; un loco místico sin Dios, que no puede entender la vida sin trascendencia divina, como en su día lo retrató Stefan Zweig.
Otra de las obsesiones del escritor norteamericano es la oscuridad, la oscuridad de la que está hecho el mundo. La luz es un elemento clave en su discurso y la inminente vuelta del ser humano a la oscuridad eterna una obsesión. “La luz del mundo sólo está en los ojos de los hombres, pues el propio mundo gira en perpetua oscuridad y la oscuridad es su auténtica naturaleza y su verdadera condición”. Vivimos en penumbra, en la oscuridad permanente de un mundo que no necesita luz para existir y esa penumbra también nubla nuestras percepciones, nuestro pensamiento, nuestros sueños.
Para McCarthy la vida es memoria y luego nada, aunque un solo recuerdo puede justificar toda una existencia.
Gonzalo de Santiago
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