La existencia del escritor debe ser un continuo estado de
guerra contra el embotamiento general, un constante recordar que vivimos
instalados en el absurdo, alejados de nuestra verdadera naturaleza. En la vida
hay demasiado y demasiado poco; una afanosa acumulación de estorbos no
esenciales y una carencia de cosas esenciales, por eso para disfrutarla en
plenitud hay que despojarla de la organización que la absorbe. Muchos
escritores han rendido tributo a la noche como metáfora de la liberación del
hombre; cuando los perfiles de la realidad se difuminan podemos intentar
vislumbrar parte de aquella luz latente en nuestro interior. Los románticos nos
enseñaron que no es posible ver este mundo como algo acabado, sino como algo
incompleto y lleno de desgarrones, entre los que se filtran reflejos del
infinito. Captar esos reflejos sería completar nuestro destino, pero la rutina
diaria nos aleja continuamente de la verdad y sólo en ciertos momentos, como en
las soledades nocturnas, uno puede alcanzar a entrever el tejido del mundo.
Novalis cantó a la noche en sus famosos Himnos. Se trata de
un poema grandilocuente, en el que proclama a la noche como la llama liberadora
de la condición humana. Sus confines son inabarcables y sus límites los del
universo. En ella el alma se libera de todos los condicionantes humanos para
vislumbrar su trascendencia en el orden universal. El poeta alemán escribió
este poema tras la muerte de Sophie, su gran amor, pero su significación
trasciende su carácter autobiográfico. Es verdad que en sus reiteradas visitas
a la tumba de su amada Novalis experimentó profundas vivencias espirituales,
pero la construcción de estos cantos hace pensar en una meditada respuesta al
racionalismo heredado del siglo anterior.
El poeta germano no fue el único que dedicó a la noche gran
parte de sus potencias poéticas, toda una generación de escritores del XIX
alemán se refugiaron en ella. Jean Paul, Teck, Hoffman y Holderlin apelaron a
su místico refugio en la búsqueda del ser verdadero. Sus trayectorias vienen
reflejadas en el celebrado ensayo de Albert Beguin ‘El alma romántica y el
sueño’. Esta corriente de espiritualismo corrió como un vendaval por el
panorama literario francés y configuró el sentido moderno de la poesía. Les
siguieron Nodier, Guérin, Nerval, Victor Hugo, Baudelaire, Lautrémont, Rimbaud,
Mallarmé e incluso Proust.
El movimiento romántico buscó la noche como contrapunto al
racionalismo, como sublimación del espíritu, pero es justo reconocer que quizá
la primera obra que dio sentido al movimiento por su rebeldía ante lo creado es
el ‘Werther’ de Goethe. Sin duda fue el pistoletazo que despertó las conciencias
en la juventud europea. Representaba el suicidio por amor, sin duda el acto
romántico por antonomasia, que fue emulado por muchos jóvenes de la época.
En Inglaterra las influencias románticas calaron en la
poesía con Keats, Coleridge, Woordsworth y, posteriormente, en la novela, en un
movimiento que revivió otro de marcado
carácter inglés, el gótico, que nació con aquella lejana novela de Horace
Walpole ‘El Castillo de Otranto’. En sus pasajes medievalistas y fantásticos la
noche era un gran lienzo que movía los entresijos de nuestras conciencias.
La noche, como dejó escrito Baudelaire, es la liberación de
nuestro yo. “Nuit! ô rafraîchissantes ténèbres! vous
êtes pour moi le signal d'une fête intérieure, vous êtes la délivrance d'une
angoisse”.
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