Paul Valery odiaba las novelas tradicionales, no creía en las pasiones humanas. Es más, argumentaba que la pasión reduce al individuo a una caricaturización ignominiosa. Es por eso por lo que se refugió en la poesía; un género que se basta a sí mismo y rehúye la vida, a pesar de querer descifrarla. El lector no es el destinatario de los versos, sino un intruso que se asoma a vislumbrar un universo ajeno y que aspira a comprenderlo.
El novelista, sobre todo el que adopta los cánones clásicos de la novela decimonónica, busca el efecto contrario, esto es, hermanarse con el lector, ser su cómplice. En ese caso, el lector tiene que aceptar el juego y unas convenciones establecidas, entre las que se encuentra la exageración voluptuosa y sensual de los sentimientos y las actitudes de los personajes. El que acepta la novela acepta la vida y está dispuesto a compartir suerte con los personajes. El que abraza la poesía acepta que la vida es, sobre todo, recuerdo e imágenes.
El gran escritor austriaco, Thomas Benhard, abarcó todos los géneros, pero da la sensación de que su vida y personalidad se impusieron siempre a su obra. Podríamos decir que su estilo era invisible, como lo era el de los grandes maestros del cine. Parte de ese encanto se basa en huir de la intelectualidad porque el arte siempre escapa de la pedantería. Al escritor austriaco le gustaba estar entre los campesinos, quienes saben mejor que nadie que cualquier palabra es inútil y que todo está dicho. Ya se sabe que el peor de los pecados es el parloteo pedante pseudo-intelectual.
La actitud vital de Benhard estuvo marcada por su abuelo, un anarquista para quien el mundo pequeño-burgués sólo merecía desprecio y toda su actitud vital se revela contra la estupidez humana, el mayor de los males, y contra un sistema educativo que nos hace burdos, amorfos, que nos prepara para representar el papel de impostura de la vida adulta. La educación y la iglesia son el punto culminante de la estupidez humana y atrofian por igual el espíritu del hombre. Existe en él un arrebato rimbauldiano contra la autoridad, representada en este caso por los maestros.
Benhard los describe como los personajes más infames de la cloaca en la que se ha convertido el mundo, dignos representantes de la corrupción y la estupidez de la sociedad bien pensante. Si un niño quiere salvar su espíritu y libertad debe huir de las garras del sistema educativo “El Estado no quiere una sociedad ilustrada porque significaría la aniquilación de los gobiernos”, escribió.
Nadie ha descrito como él la cortedad de miras de una pequeña sociedad de provincias, en este caso Salzburgo, donde pasó buena parte de su vida. "Todo en esa ciudad está en contra de lo creador… la hipocresía es su fundamento, y su mayor pasión la falta de espíritu… Salzburgo es una fachada pérfida, en la que el mundo pinta ininterrumpidamente su falsedad… Mi ciudad de origen es en realidad una enfermedad mortal”.
Su estilo se basa en frases cortas, que a veces se repiten machaconamente para sorpresa del lector, que se siente atrapado y embrujado en giros concéntricos alrededor de un pensamiento profundo. En ese aspecto, Benhard es el anti-narrador, pues la prosa no avanza, encalla una y otra vez en ideas y sentimientos que marcan una recia actitud vital. Es posible que su educación musical, también inculcada muy temprano por su abuelo, marcara su estilo literario, que se acomoda en ritmos sonoros repetitivos. Este aparente defecto es una virtud, pues le ha creado un sello personal que le emparenta con los más altos representantes de la literatura centroeuropea.
Los cinco libros que componen su autobiografía -El origen, El sótano, El aliento, El frío y Un niño- son una obra cumbre de la literatura del siglo XX y un aldabonazo definitivo contra la hipocresía y la mediocridad humana.
Es la verdad desnuda, sin autocensura, sin disfraz, cruda como la existencia.
Gonzalo de Santiago
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