viernes, 19 de octubre de 2012

La noche


La existencia del escritor debe ser un continuo estado de guerra contra el embotamiento general, un constante recordar que vivimos instalados en el absurdo, alejados de nuestra verdadera naturaleza. En la vida hay demasiado y demasiado poco; una afanosa acumulación de estorbos no esenciales y una carencia de cosas esenciales, por eso para disfrutarla en plenitud hay que despojarla de la organización que la absorbe. Muchos escritores han rendido tributo a la noche como metáfora de la liberación del hombre; cuando los perfiles de la realidad se difuminan podemos intentar vislumbrar parte de aquella luz latente en nuestro interior. Los románticos nos enseñaron que no es posible ver este mundo como algo acabado, sino como algo incompleto y lleno de desgarrones, entre los que se filtran reflejos del infinito. Captar esos reflejos sería completar nuestro destino, pero la rutina diaria nos aleja continuamente de la verdad y sólo en ciertos momentos, como en las soledades nocturnas, uno puede alcanzar a entrever el tejido del mundo.
Novalis cantó a la noche en sus famosos Himnos. Se trata de un poema grandilocuente, en el que proclama a la noche como la llama liberadora de la condición humana. Sus confines son inabarcables y sus límites los del universo. En ella el alma se libera de todos los condicionantes humanos para vislumbrar su trascendencia en el orden universal. El poeta alemán escribió este poema tras la muerte de Sophie, su gran amor, pero su significación trasciende su carácter autobiográfico. Es verdad que en sus reiteradas visitas a la tumba de su amada Novalis experimentó profundas vivencias espirituales, pero la construcción de estos cantos hace pensar en una meditada respuesta al racionalismo heredado del siglo anterior.

El poeta germano no fue el único que dedicó a la noche gran parte de sus potencias poéticas, toda una generación de escritores del XIX alemán se refugiaron en ella. Jean Paul, Teck, Hoffman y Holderlin apelaron a su místico refugio en la búsqueda del ser verdadero. Sus trayectorias vienen reflejadas en el celebrado ensayo de Albert Beguin ‘El alma romántica y el sueño’. Esta corriente de espiritualismo corrió como un vendaval por el panorama literario francés y configuró el sentido moderno de la poesía. Les siguieron Nodier, Guérin, Nerval, Victor Hugo, Baudelaire, Lautrémont, Rimbaud, Mallarmé e incluso Proust.
El movimiento romántico buscó la noche como contrapunto al racionalismo, como sublimación del espíritu, pero es justo reconocer que quizá la primera obra que dio sentido al movimiento por su rebeldía ante lo creado es el ‘Werther’ de Goethe. Sin duda fue el pistoletazo que despertó las conciencias en la juventud europea. Representaba el suicidio por amor, sin duda el acto romántico por antonomasia, que fue emulado por muchos jóvenes de la época.

En Inglaterra las influencias románticas calaron en la poesía con Keats, Coleridge, Woordsworth y, posteriormente, en la novela, en un movimiento que revivió otro de  marcado carácter inglés, el gótico, que nació con aquella lejana novela de Horace Walpole ‘El Castillo de Otranto’. En sus pasajes medievalistas y fantásticos la noche era un gran lienzo que movía los entresijos de nuestras conciencias.
La noche, como dejó escrito Baudelaire, es la liberación de nuestro yo. “Nuit! ô rafraîchissantes ténèbres! vous êtes pour moi le signal d'une fête intérieure, vous êtes la délivrance d'une angoisse”.

martes, 10 de abril de 2012

Mc Carthy, la terrible indigencia del hombre

Cormac Mc Carthy es el mejor escritor entre los vivos. Es un literato grandioso y difícil, si por dificultad entendemos su capacidad para explicar aquella realidad que está oculta tras la apariencia. Su literatura demuestra que la esencia de las cosas es algo más complejo que la significación que puede atribuir el hombre e intenta llegar a su significado primigenio.
Este escritor norteamericano, como legítimo sucesor de Faulkner, también tiene su propio universo literario, que es ese territorio desolado de la frontera de Estados Unidos y el norte de México, un lugar que parece anclado en un lento pasado. Este México revisitado es también el de Juan Rulfo, aquél México de Pedro Páramo, en el que las voces de los muertos dirigen los pasos de los vivos.

La trilogía de la Frontera (‘Todos los hermosos caballos’, ‘La Frontera’ y ‘Ciudades de la llanura’) narra, de forma concisa y lacónica, la huida hacia delante de dos adolescentes que afrontan un destino desolador con el estoicismo del que acepta lo inevitable. Son novelas de aprendizaje en un entorno hostil, que podrían tener su referente en el western. La idea de justicia, honor, venganza, el dilema moral o la elección entre hacer lo correcto o salvar la vida son temas recurrentes en el western y son recogidos por Mc Carthy, que también hace una literatura muy masculina, enfrentando a sus héroes a esas cuestiones eternas que también preocuparon a cineastas como Ford o Hawks.

Pero no sólo hay épica en este viaje al infierno, también una crítica a la sociedad postindustrial y una fascinación por un pasado no tan remoto en que el ser humano se enfrentaba de tú a tú a la naturaleza. Los personajes de estas tres novelas son outsiders ajenos al sistema productivo y, de alguna manera, son el trasunto contemporáneo de aquellos pieles rojas en los que soñaba convertirse Kafka. El hombre es un inadaptado, un apéndice innecesario de la naturaleza, que es la gran verdad, la cruel verdad. Con gran “fisicidad” este escritor nos enseña aquellas aptitudes artesanales y racionales que el hombre ha perdido y que puede llegar a desarrollar. Su literatura desprende un gusto por los pequeños detalles, por el trabajo bien hecho, por aquéllas épocas en las que el hombre y la naturaleza se hablaban directamente.
En cierto modo, Mc Carthy recoge el testigo de Jack London al describir el mundo hostil que rodea al ser humano, que, como ser extraño y asombrado, debe aprender a formar parte de él, costosamente, con un esfuerzo continuo que abruma y desazona. En sus páginas, entre sus descripciones, en los escuetos diálogos de los personajes, está oculta la lucha eterna entre el espíritu humano y el universo.

El escritor narra esta lucha y dialoga con la creación. Y esa creación es obra de Dios. En muchas de estas digresiones se cita a un Dios implacable, bárbaro, impasible ante el sufrimiento de un ser indefenso. En ‘La Frontera’ podemos leer páginas terribles, que juzgan la creación como una maquinaria cruel y que recuerdan aquel discurso de Ivan Karamazov (Los Hermanos Karamazov, Dostoievski)  cuando quiere desvincularse de un universo “que se ríe de las lagrimas de cualquier niña martirizada, que se golpea el pecho con sus puñitos y reza al ‘buen Dios’, que no acude a vengar sus lágrimas”. Esta creación, esta armonía universal ha salido demasiado cara. El personaje del ermitaño de ‘La Frontera’, agarrándose a las Sagradas Escrituras en el interior de una iglesia semiderruida, dedicando su vida a ajustar cuentas con Dios, me recuerda al mismísimo Dostoievski; un loco místico sin Dios, que no puede entender la vida sin trascendencia divina, como en su día lo retrató Stefan Zweig.
Otra de las obsesiones del escritor norteamericano es la oscuridad, la oscuridad de la que está hecho el mundo. La luz es un elemento clave en su discurso y la inminente vuelta del ser humano a la oscuridad eterna una obsesión. “La luz del mundo sólo está en los ojos de los hombres, pues el propio mundo gira en perpetua oscuridad y la oscuridad es su auténtica naturaleza y su verdadera condición”. Vivimos en penumbra, en la oscuridad permanente de un mundo que no necesita luz para existir y esa penumbra también nubla nuestras percepciones, nuestro pensamiento, nuestros sueños.
Para McCarthy la vida es memoria y luego nada, aunque un solo recuerdo puede justificar toda una existencia.

Gonzalo de Santiago

lunes, 27 de febrero de 2012

El Ulises, último reclamo turístico

Tras escribir el Ulises, James Joyce afirmó que su intención había sido dibujar una estampa tan fiel de Dublín que si la ciudad desapareciera podría volver a reconstruirse. Y, en verdad, la precisión en las descripciones de calles y lugares emblemáticos de la capital irlandesa es casi obsesiva. Tanto es así, que si uno ha tenido el tiempo y la valentía de leer la discutida novela, es imposible no ver aquella vieja ciudad oscura, empedrada, cuyas estrechas calles eran recorridas por carruajes traqueteantes y por mujeres endomingadas. Es obvio que uno no espera encontrar en el actual Dublín globalizado de las academias de inglés aquella vieja foto color sepia que ilustra no pocos ejemplares del Ulises. Pero al menos, sobre todo si uno viaja para celebrar el Bloomsday, uno espera que la ciudad desprenda un ápice del aroma añejo de los libros. Quizá es deformación literaria, pero tras leer esta monumental obra es imposible ya darse un paseo por la playa de Sandymount sin evocar a Leopold Bloom, aquel modesto agente publicitario que vislumbraba la muerte en cada acto cotidiano, o entrar en uno de los innumerables pubs de Temple Bar sin recordar las disertaciones de los personajes que los frecuentan en el libro.
       A pesar de mi ilusión por compartir y departir con otros joyceanos mis impresiones sobre el libro que más ha removido los cimientos de mi pensamiento y por aprender nuevas aproximaciones a una obra que admite tantas interpretaciones como lecturas, mi participación en el Bloomsday se limitó a observar y reír las gracias a las decenas de personas que se paseaban por la ciudad vestidas con los ropajes de los personajes del libro, deambulando como graciosas sombras chinescas en un decorado ajeno a su peripatético homenaje. Uno esperaba una mayor participación de los habitantes dublineses en lo que significa, no sólo la conmemoración de una de las obras cumbres de la literatura, sino uno de los momentos más trascendentales en la historia de Irlanda. Pero el afán por atraer turistas ha convertido una cumbre literaria en un espectáculo cuasi circense, en el que la gastronomía es casi la protagonista principal.
       Los miembros del comité organizador y otros participantes tratan de emular los triviales pasos de Leopold Bloom, principal personaje del libro, y en el que Joyce volcó parte de su experiencia vital y cultural, y completan el día comiendo suculentos platos condimentados con riñones de cerdo y asadurillas, aligerando sus vejigas tras engullir generosas pintas de cerveza y recitando algunos pasajes del libro a los sorprendidos transeúntes.
       Desde 1954, año en el que se celebró el primer Bloomsday, este festival atrajo la atención de dignos profesores de Literatura e intelectuales, y se consolidó con el tiempo como uno de los grandes eventos culturales del mundo. Sin embargo, hoy en día la mayoría de los asistentes reconoce que la mejor parte del Bloomsday son las suculentas comidas ofrecidas por los pubs irlandeses, la bebida y la diversión. Es verdad que se hacen representaciones del libro por las calles y que incluso se recitan algunos pasajes en una de las plazas más famosas de la ciudad, pero nadie parece participar de la emoción de la prosa de Joyce.
       Hablando sobre esta celebración, el dueño de una de las librerías más visitadas de Dublín me comentó que hace años una encuesta mostró las vergüenzas de las personas que acudían año tras año a celebrar el Bloomsday, pues ninguno de ellos afirmó haber completado la lectura. Es un hecho que, al igual que la globalización está cambiando la fisonomía de las ciudades, nuestros hábitos como lectores también se están uniformando. La tendencia del público es a consumir el último éxito editorial y las modas literarias atienden a aspectos puramente formales o argumentales. No es el caso de Enrique Vila Matas, que cada año se desplaza al Dublín de Joyce para homenajear una obra que considera clave en el devenir de la Literatura. De hecho, su última novela, Dublinesca, se desarrolla en un Dublín crepuscular al que un viejo editor viaja para celebrar las exequias de la Literatura como arte ajeno a la cultura de masas. En este libro surge la pregunta de si, tal y como Leopold Bloom asiste en Dublín al cortejo funerario de su amigo Paddy Dignam, estamos asistiendo a dicho funeral.
       Siempre he creído que la Literatura, entendida como un diálogo entre escritor y lector sobre la búsqueda del sentido de la existencia, nunca desaparecerá del todo. Pero sí creo que cada vez hay más lectores que obvian esta trascendencia y simplemente piden una historia que entretenga. Por esta y otras razones se hace imprescindible recordar y valorar aquellas obras que nos enlazan directamente con el núcleo de nuestra existencia. Y el Ulises es uno de los máximos exponentes. Tanto es así que algunas teorías señalan que es la síntesis de nuestra cultura, donde se almacena toda la épica desde los orígenes. Es verdad que la novela contiene numerosos episodios que invitan a la recreación popular, pero no debería perderse de vista que precisamente sus páginas destilan una feroz sátira sobre nuestra frivolidad y falta de perspectiva y son una crítica al tratamiento de la literatura como entretenimiento.
       Tal vez en el futuro, cuando Wikipedia haya arrinconado definitivamente el saber enciclopédico, habrá que recurrir a obras como ésta para recuperar la memoria de Occidente. Y es que, como James Joyce dejó escrito, “el cordón de todos enlaza con el pasado, cable cabitrenzado de toda carne”.

Gonzalo de  Santiago

jueves, 9 de febrero de 2012

La celebración


El sacerdote balbucea promesas huecas ante una concurrencia decrépita. La iglesia está compuesta en su mayoría por ancianas de mirada temblorosa. No son las viejas que retrató Cernuda o lo son en parte, siguen exhalando fétidos perfumes, el fétido pasado de todo ser humano, pero no revisten el encanto de la decadencia, sino el de una humillante normalidad. La mirada perdida reposa en la promesa que desde el púlpito lanza un sacerdote cada vez más ridículo, cada vez más lejano, que se pierde en una maraña de ditirambos a la obra divina. Desterradas de la vida, se arremolinan en la esperanza de una eternidad lejana, incomprensible. 
A veces piensan en sus quehaceres cotidianos, mascullan sus miserias diarias, mientras tratan de pensar la imagen de un padre humano, sin principio ni fin, una abstracción paternal con una gran barba o un ojo que todo lo ve, enmarcado en un triángulo de oro. Piensan también en la tierra, en la sensación gélida de la tierra húmeda, en su repelente abrazo eterno, en la descomposición de la carne, en la entelequia de un espíritu perdido en la negrura de la dimensión. No logran comprenderlo, pero un automatismo ejercido durante años les hace arrodillarse, fieles. El motor más poderoso que mueve a los hombres es la costumbre.
Las viejas hacen cola para recibir la santa hostia; es un desfile orquestado, de una orquestación siniestra, como el fantasmal deambuleo de una ronda de presos. Arrastran sus pies, humildemente juntan sus manos y bajan su mirada. Esperan pacientemente, encogidas, temblando el frío de la desangelada iglesia, de la desangelada Castilla, y vuelven sumisamente a su banco, rumiando el pan eterno. Tal vez en esos momentos su pensamiento gire al pasado, a la lejana juventud, o tal vez al duro trabajo de seguir viviendo en la apatía, ante la indiferencia del mundo.
La misa termina y las ancianas enfilan la salida por el desnudo pasillo de piedra. El portón de la iglesia se abre y un viento helado las recibe. Vuelven, reconfortadas, al rincón de su soledad eterna.

Gonzalo de Santiago