viernes, 23 de diciembre de 2011

Jane Eyre, un hito del romanticismo

Las Bronte representan un caso insólito en la literatura mundial. En algo menos de dos años, entre 1847 y 1848, tres hermanas escritoras publicaron tres de los libros más influyentes en la historia de la literatura inglesa: Jane Eyre de Charlotte; Wuthering Heights de Emily y The Tenant of Wildfell Hall de Anne. Las tres unidas por un mismo grito de desesperación romántica.
Para algunos críticos Jane Eyre es la primera novela romántica de la literatura inglesa, para otros, sin embargo, navega entre dos aguas, la romántica y la realista porque      –aducen- la razón domina la trama. En mi opinión, aunque es verdad que Jane Eyre evoluciona de una rebeldía anticristiana (sin duda marcada por la influencia que Lord Byron ejercía en aquella época) a una suave resignación de marcado carácter cristiano, la forma y el fondo del libro no pueden ser más románticos.
El paisaje es un elemento esencial en este género y los desolados páramos de Yorkshire marcan el ritmo de las páginas de la novela. Cielos brumosos, parajes desolados, escenarios de piedra, hondos valles mojados por el rocío, altos páramos ventosos; todas estas imágenes se asocian irremediablemente con las ruinas espirituales que atormentan a los personajes. La opresiva educación victoriana provocó una reacción contraria en el arte y fomentó un individualismo que buscaba la soledad y la exaltación de los sentimientos.
Ese estado de ánimo buscaba la verdad (Dios) en la naturaleza y en el mundo espiritual, negando así la supremacía moral de un mundo al servicio de la hipocresía. El marco de paisajes y ciudadelas tenebrosas de las obras del romanticismo son el reflejo de la desolación de las almas perdidas, de los personajes sin rumbo, que no se apaciguan ante el deber ser y que buscan un alma gemela que también vague por regiones ultraterrenas. El romántico se concibe a sí mismo como un ser libre, que busca la verdad y no acepta leyes de ninguna autoridad y, aunque es verdad que algunos representantes de este movimiento cuestionaron -al igual que los defensores de la Ilustración- los dogmas religiosos, al mismo tiempo necesitaron fundirse con un orden espiritual superior para poder realizarse plenamente.
Para estos seres la muerte se concibe como un dulce consuelo porque ayuda al espíritu a llegar a la plenitud y es ahí es donde el Creador cobra sentido; es un Dios visto desde la posibilidad de realización y no desde la incapacitación o castración de la potencialidad humana, de los sentidos. Por eso la antireligiosidad de los protagonistas de estas novelas es una reacción a la aplicación del dogma cristiano por parte de la opresiva sociedad victoriana, no hacia la religión en su sentido más espiritual. El sentido religioso del romántico nace de un sentimiento interior, de una intuición e inclinación hacia lo bello, lo misterioso, lo oculto.
Los dos personajes más importantes del libro, Jane Eyre y el señor Rochester, ansían fundirse con el Creador, porque en esa fusión alimentan sus esperanzas amorosas; son amores que traspasan la idea burguesa del matrimonio por conveniencia; son de otro mundo y por eso marcan toda una vida. El romántico asocia el amor con la muerte, pues este amor precisamente acrecienta la sed de infinito, de unión con el todo. Estos dos personajes son el contrapunto al resto de personajes de la novela, que acatan el credo victoriano. Ellos, en cambio, no pueden acatar dichas normas, porque les alejan del ideal, de la verdad.
El precio por esta independencia es el profundo sentimiento de soledad y angustia, sólo liberado por el encuentro con un alma gemela. Aquél que rompe con el orden impuesto, el que busca fundirse con lo eterno en vida, sólo puede hallar incomprensión y vacío en los demás.
Charlotte y Emily Bronte dejaron dos de las novelas más románticas que se han escrito, recogiendo en parte la tradición anglosajona de la novela gótica. Ambas fallecieron de tuberculosis, la más romántica de las enfermedades.
Gonzalo de Santiago

domingo, 16 de octubre de 2011

Tomas Benhard, verdad sin concesiones


Paul Valery odiaba las novelas tradicionales, no creía en las pasiones humanas. Es más, argumentaba que la pasión reduce al individuo a una caricaturización ignominiosa. Es por eso por lo que se refugió en la poesía; un género que se basta a sí mismo y rehúye la vida, a pesar de querer descifrarla. El lector no es el destinatario de los versos, sino un intruso que se asoma a vislumbrar un universo ajeno y que aspira a comprenderlo.
El novelista, sobre todo el que adopta los cánones clásicos de la novela decimonónica, busca el efecto contrario, esto es, hermanarse con el lector, ser su cómplice. En ese caso, el lector tiene que aceptar el juego y unas convenciones establecidas, entre las que se encuentra la exageración voluptuosa y sensual de los sentimientos y las actitudes de los personajes. El que acepta la novela acepta la vida y está dispuesto a compartir suerte con los personajes. El que abraza la poesía acepta que la vida es, sobre todo, recuerdo e imágenes.
El gran escritor austriaco, Thomas Benhard, abarcó todos los géneros, pero da la sensación de que su vida y personalidad se impusieron siempre a su obra. Podríamos decir que su estilo era invisible, como lo era el de los grandes maestros del cine. Parte de ese encanto se basa en huir de la intelectualidad porque el arte siempre escapa de la pedantería. Al escritor austriaco le gustaba estar entre los campesinos, quienes saben mejor que nadie que cualquier palabra es inútil y que todo está dicho. Ya se sabe que el peor de los pecados es el parloteo pedante pseudo-intelectual.
La actitud vital de Benhard estuvo marcada por su abuelo, un anarquista para quien el mundo  pequeño-burgués sólo merecía desprecio y toda su actitud vital se revela contra la estupidez humana, el mayor de los males, y contra un sistema educativo que nos hace burdos, amorfos, que nos prepara para representar el papel de impostura de la vida adulta. La educación y la iglesia son el punto culminante de la estupidez humana y atrofian por igual el espíritu del hombre. Existe en él un arrebato rimbauldiano contra la autoridad, representada en este caso por los maestros.
Benhard los describe como los personajes más infames de la cloaca en la que se ha convertido el mundo, dignos representantes de la corrupción y la estupidez de la sociedad bien pensante. Si un niño quiere salvar su espíritu y libertad debe huir de las garras del sistema educativo “El Estado no quiere una sociedad ilustrada porque significaría la aniquilación de los gobiernos”, escribió.
Nadie ha descrito como él la cortedad de miras de una pequeña sociedad de provincias, en este caso Salzburgo, donde pasó buena parte de su vida. "Todo en esa ciudad está en contra de lo creador… la hipocresía es su fundamento, y su mayor pasión la falta de espíritu… Salzburgo es una fachada pérfida, en la que el mundo pinta ininterrumpidamente su falsedad… Mi ciudad de origen es en realidad una enfermedad mortal”.
Su estilo se basa en frases cortas, que a veces se repiten machaconamente para sorpresa del lector, que se siente atrapado y embrujado en giros concéntricos alrededor de un pensamiento profundo. En ese aspecto, Benhard es el anti-narrador, pues la prosa no avanza, encalla una y otra vez en ideas y sentimientos que marcan una recia actitud vital. Es posible que su educación musical, también inculcada muy temprano por su abuelo, marcara su estilo literario, que se acomoda en ritmos sonoros repetitivos. Este aparente defecto es una virtud, pues le ha creado un sello personal que le emparenta con los más altos representantes de la literatura centroeuropea.
Los cinco libros que componen su autobiografía -El origen, El sótano, El aliento, El frío y Un niño- son una obra cumbre de la literatura del siglo XX y un aldabonazo definitivo contra la hipocresía y la mediocridad humana.
Es la verdad desnuda, sin autocensura, sin disfraz, cruda como la existencia.
Gonzalo de Santiago

martes, 13 de septiembre de 2011

Pasolini y la India

Pier Paolo Pasolini se refería a ellos como seres fabulosos, sin raíces, sin sentido, llenos de significados dudosos e inquietantes, dotados de una fascinación poderosa. El escritor italiano recorrió la India en los años sesenta con el matrimonio formado por Alberto Moravia y Elsa Morente y volcó sus vivencias e impresiones en la que está considerada como su mejor crónica de viajes “El olor de la India”. Los tres italianos simbolizaron la perplejidad del viajero occidental ante la descarnada y terrible realidad del país de Gandhi; era una época en que la India se empezó a poner de moda en la cultura hippie gracias a la idea perfección espiritual y personal que representaba. Libros como ‘Siddharta’ de Herman Hesse o ‘Al Filo de la Navaja’ de Somerset Maughan ayudaron a crear esta idea en el imaginario colectivo y a convertir a la India en la meca de los espíritus sedientos de trascendencia.
La India es sinónimo de fatalidad, de una vida que no es vida, sino sumisión a las circunstancias. Sin embargo, esta falta aparente de sentido está rodeada de una inagotable belleza, que convierte cada acto cotidiano en algo trascendental. Bajo la lupa neorrealista de Pasolini los indios pueden parecer seres obligados a vivir una vida descarnada, radical, sin tregua y así lo mostró el escritor italiano en sus crónicas. “En la India la vida tiene los caracteres de la insoportabilidad. No se sabe cómo es posible resistir comiendo un puñado de arroz sucio, bebiendo un agua inmunda, bajo la amenaza constante del cólera, del tifus, de la viruela, hasta de la peste. Cada despertar ha de ser una pesadilla. Sin embargo, los indios se levantan con el sol, resignados, y  resignados empiezan a ocuparse de algo; es un girar en el vacío a lo largo de un día entero. Verdad es que los indios nunca están alegres, sonríen a menudo, es cierto, pero se trata de sonrisas de dulzura, no de alegría”. Sin embargo, esa dulce resignación es una promesa de futura felicidad.
En verdad ningún viajero que se introduzca en este ajetreo inútil puede permanecer tranquilo ante este espectáculo diario: trasiego, suciedad, mercadillos atestados, tráfico anárquico, mendicidad, excrementos, hedores insoportables. Las calles se asemejan a un gran bazar caótico; tenduchas, garajes, puestos callejeros y en el asfalto excremento, suciedad y papeles pisados por vacas famélicas, escuchimizadas, que nadie osa tocar. Y ruegos, ruegos por una mísera moneda. Es imposible no caer en las peticiones de las hordas de mendigos que te avasallan por las calles, siempre acaban engatusándote con sus ruegos, es algo de lo que uno no puede escapar. En cada indio se ve a un mendigo, pero de una mendicidad orgullosa, que mira por encima del hombro el utilitarismo occidental.
También sus vestimentas son de otra época, de una época pretérita en la que se han detenido, de una época fantástica, con resonancias bíblicas. Para entender su dignidad, su pobreza, hay que saber que son personas que carecen del menor rasgo de vulgaridad. Por eso la India es fantástica y la miseria es bella, la vulgaridad burguesa no está presente pues provienen de una tradición antigua y la pequeñez a la que se reduce el indio tiene algo de grandioso. “Esta enorme muchedumbre, prácticamente vestida con toallas, emanaba una sensación de miseria, de indecible indigencia: parecía que todos acabasen de salvarse de un terremoto, y felices de haber sobrevivido, se conformasen con los pobres harapos que tenían al huir de los míseros lechos construidos, de los ínfimos tugurio. Las aceras, las esquinas, los pórticos están atestados de silenciosos durmientes por la noche que convierten las ciudades en un espectáculo terrible y hermoso. Toda la calle está llena de su silencio y su sueño se parece a la muerte, pero a una muerte que, a su vez, es dulce como el sueño”, dejó escrito el intelectual italiano. En las estaciones de tren ese espectáculo se multiplica, montones de harapos blancos tendidos en el suelo indican la presencia de los indigentes. De vez en cuando uno de ellos levanta la cabeza y traspasa tu mirada con una indiferencia infinita, la del que nada y todo lo espera.
La India es inagotable y uno siempre tiene la sensación de estar allí por primera vez; cada cosa que se observa es una fotografía con entidad propia y cada conversación material literario. El color también es distinto, más intenso y no sólo está presente en los saris de las mujeres;  es una gradación distinta provocada por la luz especial que acoge a este variopinto país. Los colores de las vestimentas son fuertes, al igual que el color natural de la población, un tostado casi negro, en cambio el color de las casas es dulce, como el carácter indio. También el olor tiene su propia identidad, un olor acentuado por el extenuante calor y mezclado con comida, especias, suciedad, sudor, flores, incienso. Es difícil concretar su naturaleza, pero indisociable del país.

Un país de religiones
La India es, después de China, el país más poblado del planeta y sus ciudades son enormes extensiones informes de casas y tiendas casi improvisadas que se arremolinan alrededor de mercados. Los templos son pequeños remansos de paz en el que el viajero descansa la mirada y la aturdida cabeza, alucinada por tanto trasiego. Salvo excepciones, como Khajuraho, ciudad en la que reina una extraña calma, provocada por la belleza de los templos, la atracción del viajero se centra en el espectáculo de la gente y de las religiones y en la diversidad de ritos que el indio repite hasta la saciedad. La religión ocupa sin duda un lugar prominente en la vida diaria de estas gentes, aunque el hinduismo no sea una religión de estado. Acudir a uno de los numerosos templos es un espectáculo inolvidable. Flores, incienso, ofrendas, música; ni rastro de tristeza ni culpa, la muerte es parte de la vida y la vida parte de la muerte, no es una transición dolorosa.
El escritor francés Henri Michaux escribió en su libro ‘Un bárbaro en Asia’ que la religión del indio es de carácter práctico ya que espera un bien rendimiento en el orden espiritual, la belleza por la belleza no le interesa. Moravia no estaba de acuerdo y refutaba que la religión india es espiritual “por el hecho de anteponerse a sí misma frente a la sociedad”.  Pasolini, en cambio, creía que los hindúes no eran especialmente religiosos, más bien esa religiosidad sería algo impuesto, que nace de la horrible situación que se ven obligados a soportar, de modo que una religión en apariencia abstracta es la más práctica de las creencias, pues coadyuva a sobrellevar la más dura de las existencias. Así lo relató en una de sus crónicas: “Cualquiera que los observe diría que esos ritos no sirven para nada, que es pura formalidad, neurosis repetitiva, pura gestualidad ritual, cada hindú se reconoce en la mecanicidad de una función, en la repetición de un acto y lo que diferencia a un indio de otro es la clase de rito que desempeña. Trazar un cuadro de la religión hindú es imposible, cada hindú tiene un rito diferente”.
Esos gestos repetitivos tienen su explosión más característica a orillas del Ganges, en la ciudad santa de Benarés. Allí, en las mismas aguas donde se sumergen los cuerpos sin vida de los todos los indios, sin excepción de clase (santones, parias, leprosos), llevan a cabo la higiene diaria miles de personas con repetición obsesiva. Por la noche, los fuegos a orillas del río nos recuerdan que la muerte forma parte de nosotros, indisoluble, y está tan presente en la vida de estas gentes que en realidad se vive para ella. Aquí la muerte es rutina y no se atisba ningún sentimiento de dolor en el rostro de los que contemplan estos ritos funerarios.
Algunos sostienen que fue la religión la que originó el sistema de castas; esta clasificación social única en el mundo forma un complejo entramado de otras subcastas que impiden una verdadera cohesión social. No obstante, este sistema ya no impera en las grandes ciudades y hay que irse a los pueblos para verlo. Raimon Panikkar, el famoso sacerdote y filósofo indio contemporáneo reflexionó sobre sus principales características: una desigualdad inmutable determinada por el nacimiento; el ordenamiento gradual y desigualdad de profesiones y las prohibiciones de matrimonio entre grupo y grupo (endogamia). Esta fragmentación de subcastas actúa bajo sus propias leyes y tabúes, frenando toda posibilidad de integración comunitaria. Sin embargo, poco a poco se va asentando una burguesía india, que a pesar de todo, parece que vive con un desagradable sentimiento de culpa del que se siente agraciado en medio de un océano de pobreza. Pasolini ya observó la terrible contradicción en la que se encuentra esta clase. “Los dueños de las pequeñas tiendas, los escasos profesionales tienen siempre un aire asustado, frecuentemente atontado. Ante los europeos, que todavía son un modelo que les parece inalcanzable, casi pierden la palabra”. A pesar de que las mejores profesionales hacen cola para abandonar el país, parece que la India empieza a despertar de un largo sueño gracias a una economía liberalizada, aunque el precio de este desarrollo puede verse en las miradas perdidas de innumerables desheredados.
A pesar de que la occidentalización es cada vez mayor, recorrer la India sigue siendo una experiencia fascinante, pero también puede ser devastadora. Uno no puede dejar de compartir el sentimiento del novelista Moravia cuando abandonó el país. “Cada vez que en India se deja a una persona, se tiene la sensación de estar dejando a un moribundo a punto de ahogarse entre los pecios de un naufragio”

lunes, 11 de julio de 2011

Maughan y la vida plena

“Todos vosotros sois una generación perdida”. La frase la escuchó Gertrude Stein al encargado de un taller de automóviles parisino, en donde reparaba su maltrecho Ford-T y el destinatario era un empleado que, entre pieza y pieza, se echaba unos tragos. Generaciones perdidas ha habido muchas, no sólo en el mundo del arte, pero esta frase, que recogió Ernest Hemingway en ‘París era una fiesta’ simbolizó la trayectoria de los jóvenes que sirvieron en la Primera Guerra Mundial y por ende, nombró a los escritores que participaron en dicha contienda. John Dos Passos, que además trabajó como corresponsal en la Guerra Civil Española, F. Scott Fidgerald, el representante con más talento, Robert McAlmon, Harold Stearns o John Peale Bishop, demostraron que el epíteto de Mrs Stein no fue afortunado. Es lícito pensar que, después de ver la cara de la muerte, los placeres y los días, como bautizó Proust a la cotidianeidad, pierdan sentido.
Me he acordado del libro de Hemingway tras ver la última película de Woody Allen ‘Midnight in Paris’, en la que el cineasta neoyorkino rinde un homenaje a la bohemia y al París de entreguerras. Un París que también supo retratar con elegancia el mundano escritor británico Somerset Maughan, quien afirmaba que no hay otra ciudad en el mundo en la que los grupos aislados coexistan sin el mayor contacto. Allí la alta sociedad apenas tolera en su seno a extraños -como bien observó Proust- los políticos viven en su peculiar y corrompido mundo, la burguesía se visita exclusivamente a sí misma y los escritores se reúnen con escritores, los pintores con pintores y los músicos con músicos.
En esta película la nostalgia tiene un protagonismo especial. El nostálgico no sólo es aquél que vive instalado en el pasado sino que vive y sueña con una época pretérita, aquella en la que la vida se ve con los ojos del espíritu y el arte ocupa un lugar prominente en el corazón de los hombres. Esa Arcadia feliz se opone al utilitarista mundo burgués, que pinta de brochazos grises nuestro futuro.
Este es precisamente el motor de la magnífica novela ‘Al filo de la Navaja’ de Somerset Maughan. En ella el escritor británico crea un personaje que reúne todas las virtudes del ideal: bondad, originalidad, ansia de aprender, tolerancia, idealismo; lo que Baudelaire llamó “ser sublime sin interrupción” -esa máxima que Umbral persiguió en su dandismo provinciano-.
Esta novela nos enseña que leer la Odisea en lengua original es ponerse de puntillas para tocar las estrellas y que la gente interesante, por lo general, no tiene mucho dinero. “La vida espiritual es una vida de intensa felicidad. Sólo una cosa le es comparable. Subir sin compañía en un aeroplano, alto, muy alto, y sentirse rodeado tan solo por lo infinito, por el espacio ilimitado”.
Al final, como siempre, la vulgaridad se impone y la vida pasa por encima del que busca un camino diferente, pero la novela deja abierta una puerta a la esperanza. El Establishment no puede ser una barrera para la realización personal y no hay nada más preciado en la vida de un hombre que escuchar la llamada de su interior. Como nos recuerda Maughan, hay hombres dominados por un deseo, por una necesidad de hacer una cosa determinada tan imperiosa que no pueden resistirla, y para satisfacer su anhelo, son capaces de sacrificarlo todo. Al final, la recompensa es infinita. “Quien decide abandonar el camino trillado acepta un grave albur. Son muchos los llamados pero pocos los escogidos”.

martes, 10 de mayo de 2011

El sonido del río

El río tiene el poder de convertir la tristeza en melancolía; el sonido del agua atempera las penas y acompasa el dolor, lo mece en un regazo de olvido. Su rumor nos trae voces del pasado, pero no nos gritan ni nos hablan de cosas desagradables, nos las trae de la distancia, amortiguadas por el sonido del agua.
Su carácter metafórico ha inspirado a grandes escritores. Faulkner conocía su poder enigmático y lo utilizó en varios de sus relatos. En una de sus mejores novelas ‘Mientras Agonizo’ nos relató la odisea de los Bundren, una familia de blancos pobres del sur del país que se ven obligados a transportar el féretro de la madre recién fallecida. En su camino se enfrentan al reto de trasladar el cuerpo sin vida de una orilla a otra del río. Es un relato que fluye con diferentes monólogos interiores de los miembros de la familia, que, como los meandros de un río, confluyen en una idea básica: el hombre debe llevar una pesada cruz a cuestas en su paso por la vida. También es un alegato contra la familia, ese lugar tan seguro y querido, pero que también puede convertirse en el peor de los infiernos.
El escritor norteamericano escribió que la muerte de una madre se parece a un pez muerto; su prosa contenía verdades eternas que hay que desentrañar con la paciencia de un minero. Su legado literario era imaginario pero a la vez indisociable a su lugar de nacimiento, muy cercano al Misisipi. El gran río sureño fue también fue protagonista en las andanzas de Tom Sawyer y Huckleberry Finn, inolvidables personajes creados por Mark Twain, ese Dickens del sur americano.
Se puede llegar a mantener que la historia de la novela norteamericana del siglo XX transcurre por dos inmensos ríos; uno parte de Faulkner, la máxima figura de la generación  perdida, que produjo una prosa profunda, alambicada, sugerente, circular y poemática. Su legado se concretó en la pluma de Richard Ford y el último exponente de esta forma de entender la literatura puede ser Cormac Mc Carthy. El otro regaría los márgenes del realismo norteamericano más inmediato, con Hemingway a la cabeza. Su estilo fue seguido por John Irving y el último exponente es Paul Auster.  Estos escritores estuvieron más cerca del periodismo y del cine y su prosa es más accesible al gran público.
El término ‘río’ también ha servido para definir a grandes monumentos literarios, desde ‘La Comedia Humana’ de Balzac hasta ‘A la Busca del Tiempo Perdido’ de Proust, llamándose novelas-río. Otra obra imperecedera fue ‘El Corazón de las Tinieblas’, escrita por Joseph Conrad, que discurrió por las tenebrosas aguas de un río africano. El libro se convierte en un viaje por el miedo ancestral de lo desconocido hasta el límite de la razón humana.  
También ha sido protagonista como en la novela ‘Don Apacible’ de Mihail Shólojov o en ‘El Danubio’, de Claudio Magris. Es esta una novela especial, un libro que, como un afluente, nos lleva a otros libros y a otras historias, siempre de la mano de uno de los escritores más cultos de nuestro tiempo. El escritor italiano reflexiona sobre el carácter de los pueblos europeos que tienen el privilegio de asomarse al Danubio. Además, el libro, que está lleno de referencias literarias, explica el sentido último de la Literatura, en su misión redentora e iluminadora. Magris compara el Danubio con el Romanticismo y escribe que los escritores del Sturm und Drang creían que el arte debía parecerse al torrente de un juvenil río. Como buen romántico cree que la literatura resguarda de la ausencia y que la poesía es un estado superior a la propia vida, por eso canta la majestad del fracaso. “Es posible que el más sincero amigo de la vida no sea el pretendiente que la corteja con adulaciones sentimentales, sino el torpe enamorado rechazado que se siente expulsado de ella, como un viejo mueble usado”.

viernes, 15 de abril de 2011

Modiano, la ciudad que ya no es

Los recuerdos se asoman asociados a las calles que los hicieron grabarse indelebles en nuestra memoria. Las imágenes de la ciudad que acogió nuestra infancia y primera juventud permanecen inalterables en nuestro recuerdo, aunque que cada vez existan menos elementos reconocibles en su fisonomía. Nuestra ciudad es la que un día fue y no la que es hoy, a pesar de que contemplamos su nuevo rostro todos los días.
Me viene esto a la memoria al comprobar tristemente cómo mi ciudad está traicionando su pasado, cambiando su romántica y decadente imagen de vieja ciudad europea por no sé qué criterios de funcionalidad. Es triste saber que el ser humano apenas deja  vagos recuerdos de su existencia y que ni siquiera los lugares que habita resisten al tiempo. Eso lo ha sabido plasmar como nadie Patrick Modiano, que ha construido todo un mundo literario en torno al París de los años cincuenta y sesenta.
Los cambios en los barrios parisinos de su infancia y primera juventud se han convertido en su obsesión literaria. Es frecuente que en sus novelas la realidad se funda con el ensueño, para dar así la sensación de que ni siquiera la identidad del hombre es algo tangible, sino una ilusión que no llegamos a vislumbrar en toda nuestra vida. En sus novelas los personajes son apenas el recuerdo de los vecinos que un día los vieron aparecer engullidos por la rutina diaria.
Modiano transita por el elegante bulevar de la nostalgia, sobre barrios, cafeterías y tiendas que ya no están; donde un día habitó nuestro verdadero yo. Consciente de la fragmentación de las nuevas ciudades y del anonimato de sus habitantes, el escritor indaga sobre la fragilidad de los hilos que nos atan a la existencia. Así, el lugar desaparecido se convierte en una metáfora de los proyectos incumplidos, de las personas que nos dejaron de amar, de los amigos que nos olvidaron; lo único que queda es el sonido de nuestros pasos por unas calles que han rejuvenecido su aspecto para burlarse de nuestro banal sentimentalismo.
Los vivos y los muertos, los presentes y los ausentes, se cruzan en una ciudad que tritura nuestros sueños día a día. En la antigüedad los héroes luchaban contra el destino y esa lucha era baldía, porque el destino es irrevocable, pero la lucha daba un sentido a la existencia. El hombre moderno no lucha, pues ha dejado de creer que un orden superior le dicta su destino. Simplemente pasea su ridícula pretensión por calles que mercadean con la honra diaria.
¿Por qué guardamos tanto cariño al recuerdo de la ciudad de nuestra infancia? Parece preguntarse Modiano, que, sin embargo, reconoce haber sido un niño triste. Tal vez porque guardamos el inconfesable anhelo de despertarnos una mañana y descubrir que todo el tiempo transcurrido ha sido un sueño y que tenemos todo el día por delante para jugar con nuestros amigos.

domingo, 20 de marzo de 2011

La propia vida; el mejor libro

La literatura es el camino más corto para vislumbrar lo que fuimos y lo que hemos soñado ser; por eso cuando comenzamos un libro es con la esperanza de revivir parte de aquellas mañanas de nuestra infancia. Sin embargo, a medida que vamos cumpliendo páginas vamos marcando muescas en el calendario y es inevitable pensar que la lectura nos priva de experiencias vitales. Paco Umbral se asombraba de lo que podía envejecer un niño una tarde de domingo y yo me sorprendo de lo que puede envejecer la lectura. Tras muchas páginas se empieza a comprender que la mayoría de libros vienen a decir lo mismo: que la realidad acaba imponiéndose sobre los sueños.
Los libros cambian de significado cuando crecemos porque llega un momento en la vida del hombre en el que el tiempo deja de ser aliado. Una puerta electrificada se cierra detrás nuestro para no abrirse nunca más, encerrando una existencia plácida, en la que todo eran sonrisas y rostros amables. En esa primera juventud vagábamos confiados en el futuro, con el sol a nuestra espalda inmóvil en el cielo; nuestra confianza en la vida era absoluta y los libros tenían una correspondencia directa con nuestra idea de lo que iba a ser el futuro.
Sin embargo, cuando un hombre enfila la madurez pierde el control sobre el tiempo; los días se acortan y las posibilidades menguan, para acabar comprendiendo que existen muy pocas posibilidades vitales de realización. Dolorosamente llegamos a aceptar que nunca vamos a beber la luz de la luna en copas de champagne, ni a cabalgar por grandes praderas como salvajes. La vida se va pareciendo más bien a descoloridas páginas de un diario de provincias y ante esa grisura el libro se ofrece como la mano de aquél amigo que un día nos ayudó a salir de un pozo. Pero el libro ya no es una confirmación de la vida, sino una tabla de salvación que libera nuestro ahogo existencial, que nos hace recordar que un día fuimos libres.
Es lícito creer que la lectura puede excluir a la vida, pero prefiero pensar que la complementa. Siempre he sentido devoción por los escritores que han intentado conciliar vida con literatura y de entre ellos Jack London destaca como el arquetipo de escritor aventurero. London dio prioridad a sus vivencias para después trasladarlas directamente sobre el papel. Su fuerza era la de los pioneros americanos  y su modelo inspiró a escritores posteriores como Hemingway, Dos Passos, Steinbeck o Kerouac. Así, la historia ha moldeado un modo de ser escritor viajero, aventurero y autosuficiente, en oposición al dandy europeo “fin de siecle”, que alardeaba de inactividad como pose estética. Probablemente el ansia de aventuras nazca de la decepción y el viajero sea un gran desengañado de la vida, también los grandes lectores lo son.
El niño que llevo dentro siempre ha preferido parecerse más a un personaje de las novelas de Jack London que a un literato de gran hondura intelectual, inmóvil en una vida apocada y burguesa. Houllebecq ha dejado escrito que vivir sin leer es peligroso porque te obliga a conformarte con la vida, pero yo sigo albergando muchas dudas tras escuchar el sabio consejo de Cernuda, que un buen día exigió al lector arrojar el libro para siempre y correr raudo a bañarse con ninfas adolescentes en lagos dorados.

viernes, 4 de marzo de 2011

Apollinaire o cómo definir el tiempo

Apollinaire nos enseñó que el tiempo es esa lejana hipótesis que un buen día se nos presenta con ruido de tambor; por eso es el poeta que mejor lo ha definido. Al final, gran parte de la literatura se ha resumido en medir las consecuencias que el tiempo va dejando en nosotros. Si la literatura es un ajuste de cuentas con la vida, la poesía lo es con el tiempo; esa ola que va engullendo todo lo que somos, lo que representamos, lo que queremos.
Leyendo sus poemas entendemos que nuestra corta existencia al final se hace larga, porque el tiempo se encarga de desnudarnos en la segunda etapa de nuestra vida y pasamos un largo invierno antes de la muerte, tiritando de nostalgia.  Proust creía que no merecía vivirse esa segunda parte y por eso renunció a su madurez y se dedicó a describir su juventud durante varios años antes de su temprana muerte. Para él la segunda mitad de la existencia sólo era un pálido reflejo de la juventud y buscó en el tiempo un refugio que la vida ya no podía darle.  
Esta es la misma idea que desarrolla Julian Barnes en su última novela ‘Nada que temer’. Sí, que la vida es corta, “pero suficientemente larga para hartarte de ella”. Es suficientemente larga para que palidezcan los coloristas ropajes que han vestido nuestras primeras ilusiones y uno no puede dejar de sentirse estafado.
Apollinaire también escribió que, aunque nuestra existencia es corta, las horas llegan a pasar con la lentitud de un entierro y que incluso llegamos a recordar los sufrimientos y las penas con cierta nostalgia, por haber sido parte de un pasado que se nos ha ido como arena entre los dedos, un pasado que siempre se presenta en nuestra memoria entre marcos dorados. “Llorarás la hora en que lloras, que huirá rápidamente, como pasan todas las horas”. También se acordó del Sena para describir el tiempo; un río que pasa indiferente, empapando nuestros proyectos: “Pasan los días y pasan las semanas, ni el tiempo pasado ni los amores vuelven. Llega la noche/suena la hora/los días se van/yo permanezco.
El poeta francés fue un gran amante de la pintura, tal vez porque es el único arte que logra detener el tiempo.  La pintura logra lo que nosotros no podemos alcanzar, que un instante se eternice, que por un momento no nos sintamos tan vulnerables.
El hombre debe aprender que la vida le va despojando de lo más querido, poco a poco, sin crueldad aparente, y que debe permanecer acodado en la desesperanza, a la espera de la última llamada. El poeta que mejor definió la impotencia del hombre ante la muerte es Juan Ramón Jiménez: “Yo me iré y los pájaros seguirán cantando”.

domingo, 20 de febrero de 2011

Hojas muertas de otoño

Uno de los sucesos más famosos de la historia de la literatura no escrita es el disparo que descargó Jean Paul Verlaine en la muñeca de Arthur Rimbaud en un hotel de Bruselas. La inquietante personalidad del paleto maldito había sacado de quicio al lírico y sensible poeta, cuya desesperación sólo encontró desahogo en el revólver. Cuando Verlaine salió de la cárcel –cumplió dos años de condena- ya no fue el mismo; decía haber encontrado a Dios en los interminables pasillos de la cárcel y en su sufrimiento. Se lo contó a Rimbaud cuando se volvieron a ver y éste se mofó en su cara; sabemos que para el poeta de Charleville los soles y los cielos eran ya negros y las ceremonias puro teatro que luego él convertía en poesía. Lo cierto es que Verlaine siempre padeció la dicotomía del artista que se niega a abandonar su nido burgués y quiere a la vez reafirmar su individualidad. En su locura por Rimbaud hubo algo más que bohemia y sexo; vio en aquél niño salvaje su propio yo liberado.
En sus últimos años, Verlaine fue elegido “Príncipe de los poetas” y su fama se fue extendiendo por toda Europa. Sin embargo, él ya vagaba con la mirada perdida y pasaba los días bebiendo absenta y maldiciendo a todo y a todos en el Barrio Latino de París. Rubén Darío relató la poca estima que el poeta francés tenía por el reconocimiento literario.
En parte la historia de Verlaine nos recuerda el amargo penar de Oscar Wilde por la cárcel, tras ser acusado de sodomita por el padre de un joven poeta principiante.  No se libró de la vengativa ira de la sociedad victoriana y fue condenado a prisión; sufrió dos largos años de trabajos forzados que resumió en su poema “La Cárcel de Reading”.
Tras cumplir condena se trasladó a París, donde pasó el resto de su vida como un fantasma, con el sobrenombre de Sebastian Melmoth. Su sonambulesco pasear fue inmortalizado por André Gide, que supo ver la irresistible carga poética del fracaso y nos dejó una semblanza de sus últimos años, con un prisma muy “capotiano”. Su pluma nos dejó un Wilde lacónico y triste, pero que aún fumaba con boquilla de oro.
Ambos escritores supieron ver la belleza del mundo en las desconchadas y sucias paredes del presidio. En momentos así, el espíritu humano siempre sabe elevarse para encontrar lo sublime, que siempre está en nosotros. La experiencia les marcó y Wilde no volvió a coger la pluma, desencantado con el mundo. Verlaine, por su parte, escribió los poemas más desoladores y tristes de su tiempo. Los dos llegaron a Dios a través del pecado. Y sin embargo, hemos de dudar de la veracidad de estas conversiones; es difícil luchar contra la propia naturaleza, como ya se encargó de escribir Verlaine en sus poemas saturnianos.
Lo que sí sabemos es que ambos acabaron siendo hojas muertas de otoño, barridas por el indiferente viento de invierno.

Literatura y Recuerdo: La tristeza profunda de Burroughs

Literatura y Recuerdo: La tristeza profunda de Burroughs: "Acabo de terminar Queer; mi primera inclusión en el alucinado mundo de William Burroghs. He de reconocer que siempre he mostrado algún que o..."

viernes, 11 de febrero de 2011

Houllebecq, frío glacial

Houlllebecq es un escritor que nos enfrenta con nuestra impotencia, con nuestra incapacidad, y eso nos le hace antipático. A menudo nos vemos reflejados en uno de sus personajes, que, atrapado en una vida indeseable, sueña con permisos vacacionales y sonrisas de geishas que le devuelvan una brizna de juventud. A pesar de su estilo mundano y algo efectista el autor de Plataforma, como los buenos escritores, nos enseña que la desesperación humana no es una reacción turbulenta, ni una lucha encarnizada con el destino, sino una inmensa sensación de frío glacial y un sentimiento de soledad absoluto. Sus páginas son un triste desvarío por el vacío existencial que nos ha dejado el sistema de mercado y el relativismo dogmático y el sexo se muestra como el último refugio de un hombre que ha perdido toda fe en sus congéneres y en su propia trascendencia.
Su tesis es que en nuestra sociedad occidental todo está regido de acuerdo a leyes mercantiles y ni siquiera el amor escapa a sus inexorables reglas. Por eso el escritor francés nos explica, con gran parte de razón, que el amor también se encuentra en el expositor del gran supermercado en el que se ha convertido el mundo y que, como en un gran self-service, cada cual coge de sus estantes aquél que más se adapta a sus necesidades. Ni siquiera las relaciones personales escapan a la implacable ley de oferta y demanda ya que, como él dice, “en nuestra sociedad el sexo representa un segundo sistema de diferenciación, con completa independencia del dinero y tan implacable como este”. De la épica hemos pasado al conformismo y del romanticismo al consumismo, lo que no lleva más que a la falta de afectividad que caracteriza al hombre postmoderno.
Hace tiempo que no creemos en héroes y el sentido de la épica nos produce una risa cínica. Caminamos indecisos, sin rumbo, encorvados bajo el peso del futuro, como aquel personaje que creó el gran poeta T.S. Eliot, J. Albert Prufock, que no es más que un espejo que desnuda nuestras miserias. Este yo impersonal, un poco Eliot, un poco todos, paseaba por “calles que se prolongan como un argumento aburrido de intención tediosa”, mientras observaba “el humo que sale de las pipas de los hombres solitarios, asomados a sus ventanas en mangas de camisa”.
Estas calles bien pudieran ser las que pintaba Edward Hooper en sus retratos neoyorquinos y sus personajes los mismos que salieron de la paleta del pintor norteamericano; hombres anodinos con vidas anodinas, cruzados de brazos en su merecido descanso dominical. El futuro pide autómatas que no se hagan preguntas; sólo dejamos que el Arte las haga por nosotros. Tal vez no lo sepamos, porque la vida no nos deja, pero seguimos acodados en las plazas solitarias que dibujó De Chirico, preguntándonos por el silencio de Dios.
Yo, como Eliot, aún escucho a las sirenas cantándose una a otra, pero también sé que no cantan para mí.

Literatura y Recuerdo: La tristeza profunda de Burroughs

Literatura y Recuerdo: La tristeza profunda de Burroughs: "Acabo de terminar Queer; mi primera inclusión en el alucinado mundo de William Burroghs. He de reconocer que siempre he mostrado algún que o..."

viernes, 4 de febrero de 2011

La tristeza profunda de Burroughs

Acabo de terminar Queer; mi primera inclusión en el alucinado mundo de William Burroghs. He de reconocer que siempre he mostrado algún que otro prejuicio con la literatura beat. Me jodían sus ínfulas visionarias, confundiendo los efectos alucinógenos de las drogas con intensas experiencias metafísicas. Tampoco me he acercado a Kerouac, a pesar de que comparto su gusto por la independencia y el viaje en su forma más contestataria. El otro día cayó en mis manos el ejemplar de Borroughs, después de dar infinitas vueltas a un expositor de Compactos de Anagrama. Se trata de una de las novelas más personales del autor norteamericano, si es que hay algo en su obra que no merezca este calificativo.
Lo primero que me llamó la atención es su heterodoxia formal; la narración apenas se agarra a un hilo argumental de corte clásico y salta de un pasaje a otro con la discontinuidad de la memoria. Años más tarde el autor confesó que quiso plasmarse a sí mismo con el síndrome de abstinencia y, en verdad, los pasajes parecen los sueños distorsinados de un yonqui. Con una técnica que discurre entre el flujo de conciencia faulkneriano y las técnicas collages surrealista, el autor nos instala en la mente torturada de Lee, alterego del escritor, un penoso personaje que ha descartado hace tiempo la redención.
Esta idea me hace recordar el comentario de un personaje del Cuaderno Gris de Josep Pla, que en una de esas antiguas tertulias, llenas de humo y silencio, dijo que el error de Jesucristo fue el creer que el hombre es redimible. Me parece que Borroughs también participa de esta idea; por eso el libro transita por un escenario desolador, asfixiante y claustrofóbico. El narrador se mueve por tugurios y moteles de México, Ecuador y Panamá como una steady-cam, mostrando la realidad desde su ojo torturado y la imagen que nos transmite es de degradación, inmundicia y sexo en su estado más turbio. Latinoamérica despierta un hedor insoportable y el exponente de su corrupción moral son los garitos malolientes, donde los efluvios etílicos se mezclan con los eructos blasfemos de unos personajes que proyectan su desencanto vital y su miseria moral en los demás.
Seguro que Burroughs bebió de la desolación etílica de las cantinas mexicanas descritas por Malcom Lowry en ‘Bajo el Volcán’ y quien haya leído ambos libros puede encontrar ciertos paralelismos. Sin embargo, en Lowry la borrachera dejaba espacio a la poética; el escritor inglés escapaba de la fealdad del mundo para instalarse en un estado superior y el mezcal le ayudaba a rasgar el telón gris de la rutina y vislumbrar así el espacio poético subyacente. Lowry nos invitaba a beber para ver el supremo encanto de una anciana sentada en el rincón de una cantina de madrugada. Burroughs bebe para reírse de sí mismo, para repudiar el mundo. Sus metáforas y diatribas cortan el aire como lanzas heladas, produciendo una escozor de vacío metafísico. Sin embargo, entre la maleza de su prosa a veces despunta la queja de un niño expulsado del paraíso y entre tanta inmundicia hay también espacio para la evocación. Nos dice que “la tristeza profunda no admite el sentimentalismo”, pero en las páginas del libro aún podemos ver huellas de alguien a quien el dolor “hace sangrar por dentro”.