El final de
Moby Dick es uno de los más bellos y terribles de la historia de la literatura.
El barco ballenero ‘Pequod’ hundiéndose en un mar tornasolado, de colores
fulgurantes, rojizos, como salidos de la paleta de Turner; un naufragio
provocado por la locura obscena de un hombre obsesionado por retar a la
creación. Ese hombre es el Capitán Ahab, protagonista del libro de Melville que,
como Prometeo o Falstfaff, es la continuación de aquellos héroes que se
enfrentan a la divinidad. Es un hombre marcado por la amputación de su pierna a
cargo de la gran ballena blanca ‘Moby Dick’ y que, en su afán de venganza, se
hace de nuevo a la mar para encontrarla y matarla.
Según el
crítico norteamericano Harold Bloom, Moby Dick es la novela americana por
excelencia, es su Quijote, aunque sin la ironía y el humor del libro de
Cervantes. Como el Ulises de Joyce, navega por todos los géneros; desde la
prosa más barroca a la más limpia, desde piezas teatrales a mayestáticos monólogos
y poesía. En medio de estos arranques poéticos coexisten largas digresiones
que, en opinión de algunos, entorpecen la narración. Es verdad que algunos
pasajes pueden resultar pesados, pero otros son imprescindibles porque ahondan
en el espíritu del libro. Son por ejemplo aquéllos que se refieren a la vida de
los marineros en alta mar; el libro es un auténtico tratado de la vida
ultramarina. Estas interrupciones en el discurso narrativo responden a la ya
desfasada idea del valor enciclopédico de la novela. Otros trazos que
interrumpen el discurso se sumergen en ideas metafísicas, como el horror ante
lo blanco, ya tratado anteriormente por otros autores como Allan Poe. Algunos
críticos, de hecho, sostienen que Moby Dick no es sino la continuación de aquel
fascinante libro de aventuras que fue ‘Las aventuras de Gordom Pym’, intento
que también emuló H.P Lovecraft con la novela ‘Las Montañas de la Locura’.
En todo caso
leer este libro es una experiencia estremecedora; el lector se hace partícipe
de esta gran blasfemia, como denominó John Houston a la novela que se encargó de llevar
al cine. La blasfemia de alguien que quiere retar el mundo por su ciega idiotez,
por su sin razón, por su violencia. En este sentido, es una novela simbolista y
el animal marino no es sino la alegoría de lo indescifrable, de lo desconocido.
¿Dios? Más que Dios la naturaleza que somete al hombre, el mundo visible que
lo constriñe entre sus rígidas paredes y, al final de todo, la muerte, pesada
losa que nos oprime desde que nacemos.
El Capitán Ahab
reta a un Dios chapucero que permite que una bestia como una ballena domine al ser
humano. No se somete, como el común de los mortales y asume un rol que no le
corresponde. Ahab es todo aquél que se rebela ante los dictados de un supuesto Dios
que juega despiadadamente con el sufrimiento humano. En esa clave metafísica
debe leerse la novela. En uno de los momentos más intensos del libro dice: “Pegaría
al mismo sol, si me ofendiera”. En su locura vive obsesionado
con vengarse de todo aquello que permanece fuera de nuestro logos. El resto de
tripulantes se ven arrastrados en su viaje al infierno, salvo Sturbuck, el
primer oficial, que asiste anonadado al cambio en la actitud de la tripulación,
que se contagia de la locura de su capitán.
Sturbuck
representa la visión cristiana del mundo. Según algunos críticos Melville pudo
haber llegado a abrazar el gnosticismo, teoría que defendía que el dios que
domina el mundo no es más que un impostor y que el verdadero creador fue
expulsado y permanece fuera del cosmos. En el libro está representada esta
creencia y el zoroastrismo, en la figura de Fedalla, el misterioso arponero que
actúa como guardián de Ahab. Estas tres religiones coexisten en un equilibrio
difícil.
El libro,
por otra parte, es un auténtico tratado de cetología y de la vida en el mar, en
unos tiempos en los que la ballena era tan importante por sus recursos para la
vida cotidiana. Además, todos aquellos entusiastas de las novelas de Stevenson
y en concreto de ‘La Isla del Tesoro’ reconocerán semejanzas en los primeros
capítulos del libro; aquéllos que narran la llegada de Ismael al pueblo
pescador de Nantucket
y la descripción del ambiente marino en las tabernas del pueblo, genialmente
retratado, con gusto poético y romántico, por John Houston.
En última
instancia el libro también enseña cómo enfrentarse a la muerte. Como el capitán
Ahab, hay que caminar hacia ella orgullosos, altivos y con media sonrisa en el rostro.
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