jueves, 9 de febrero de 2012

La celebración


El sacerdote balbucea promesas huecas ante una concurrencia decrépita. La iglesia está compuesta en su mayoría por ancianas de mirada temblorosa. No son las viejas que retrató Cernuda o lo son en parte, siguen exhalando fétidos perfumes, el fétido pasado de todo ser humano, pero no revisten el encanto de la decadencia, sino el de una humillante normalidad. La mirada perdida reposa en la promesa que desde el púlpito lanza un sacerdote cada vez más ridículo, cada vez más lejano, que se pierde en una maraña de ditirambos a la obra divina. Desterradas de la vida, se arremolinan en la esperanza de una eternidad lejana, incomprensible. 
A veces piensan en sus quehaceres cotidianos, mascullan sus miserias diarias, mientras tratan de pensar la imagen de un padre humano, sin principio ni fin, una abstracción paternal con una gran barba o un ojo que todo lo ve, enmarcado en un triángulo de oro. Piensan también en la tierra, en la sensación gélida de la tierra húmeda, en su repelente abrazo eterno, en la descomposición de la carne, en la entelequia de un espíritu perdido en la negrura de la dimensión. No logran comprenderlo, pero un automatismo ejercido durante años les hace arrodillarse, fieles. El motor más poderoso que mueve a los hombres es la costumbre.
Las viejas hacen cola para recibir la santa hostia; es un desfile orquestado, de una orquestación siniestra, como el fantasmal deambuleo de una ronda de presos. Arrastran sus pies, humildemente juntan sus manos y bajan su mirada. Esperan pacientemente, encogidas, temblando el frío de la desangelada iglesia, de la desangelada Castilla, y vuelven sumisamente a su banco, rumiando el pan eterno. Tal vez en esos momentos su pensamiento gire al pasado, a la lejana juventud, o tal vez al duro trabajo de seguir viviendo en la apatía, ante la indiferencia del mundo.
La misa termina y las ancianas enfilan la salida por el desnudo pasillo de piedra. El portón de la iglesia se abre y un viento helado las recibe. Vuelven, reconfortadas, al rincón de su soledad eterna.

Gonzalo de Santiago

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