domingo, 20 de febrero de 2011

Hojas muertas de otoño

Uno de los sucesos más famosos de la historia de la literatura no escrita es el disparo que descargó Jean Paul Verlaine en la muñeca de Arthur Rimbaud en un hotel de Bruselas. La inquietante personalidad del paleto maldito había sacado de quicio al lírico y sensible poeta, cuya desesperación sólo encontró desahogo en el revólver. Cuando Verlaine salió de la cárcel –cumplió dos años de condena- ya no fue el mismo; decía haber encontrado a Dios en los interminables pasillos de la cárcel y en su sufrimiento. Se lo contó a Rimbaud cuando se volvieron a ver y éste se mofó en su cara; sabemos que para el poeta de Charleville los soles y los cielos eran ya negros y las ceremonias puro teatro que luego él convertía en poesía. Lo cierto es que Verlaine siempre padeció la dicotomía del artista que se niega a abandonar su nido burgués y quiere a la vez reafirmar su individualidad. En su locura por Rimbaud hubo algo más que bohemia y sexo; vio en aquél niño salvaje su propio yo liberado.
En sus últimos años, Verlaine fue elegido “Príncipe de los poetas” y su fama se fue extendiendo por toda Europa. Sin embargo, él ya vagaba con la mirada perdida y pasaba los días bebiendo absenta y maldiciendo a todo y a todos en el Barrio Latino de París. Rubén Darío relató la poca estima que el poeta francés tenía por el reconocimiento literario.
En parte la historia de Verlaine nos recuerda el amargo penar de Oscar Wilde por la cárcel, tras ser acusado de sodomita por el padre de un joven poeta principiante.  No se libró de la vengativa ira de la sociedad victoriana y fue condenado a prisión; sufrió dos largos años de trabajos forzados que resumió en su poema “La Cárcel de Reading”.
Tras cumplir condena se trasladó a París, donde pasó el resto de su vida como un fantasma, con el sobrenombre de Sebastian Melmoth. Su sonambulesco pasear fue inmortalizado por André Gide, que supo ver la irresistible carga poética del fracaso y nos dejó una semblanza de sus últimos años, con un prisma muy “capotiano”. Su pluma nos dejó un Wilde lacónico y triste, pero que aún fumaba con boquilla de oro.
Ambos escritores supieron ver la belleza del mundo en las desconchadas y sucias paredes del presidio. En momentos así, el espíritu humano siempre sabe elevarse para encontrar lo sublime, que siempre está en nosotros. La experiencia les marcó y Wilde no volvió a coger la pluma, desencantado con el mundo. Verlaine, por su parte, escribió los poemas más desoladores y tristes de su tiempo. Los dos llegaron a Dios a través del pecado. Y sin embargo, hemos de dudar de la veracidad de estas conversiones; es difícil luchar contra la propia naturaleza, como ya se encargó de escribir Verlaine en sus poemas saturnianos.
Lo que sí sabemos es que ambos acabaron siendo hojas muertas de otoño, barridas por el indiferente viento de invierno.

No hay comentarios:

Publicar un comentario