viernes, 11 de febrero de 2011

Houllebecq, frío glacial

Houlllebecq es un escritor que nos enfrenta con nuestra impotencia, con nuestra incapacidad, y eso nos le hace antipático. A menudo nos vemos reflejados en uno de sus personajes, que, atrapado en una vida indeseable, sueña con permisos vacacionales y sonrisas de geishas que le devuelvan una brizna de juventud. A pesar de su estilo mundano y algo efectista el autor de Plataforma, como los buenos escritores, nos enseña que la desesperación humana no es una reacción turbulenta, ni una lucha encarnizada con el destino, sino una inmensa sensación de frío glacial y un sentimiento de soledad absoluto. Sus páginas son un triste desvarío por el vacío existencial que nos ha dejado el sistema de mercado y el relativismo dogmático y el sexo se muestra como el último refugio de un hombre que ha perdido toda fe en sus congéneres y en su propia trascendencia.
Su tesis es que en nuestra sociedad occidental todo está regido de acuerdo a leyes mercantiles y ni siquiera el amor escapa a sus inexorables reglas. Por eso el escritor francés nos explica, con gran parte de razón, que el amor también se encuentra en el expositor del gran supermercado en el que se ha convertido el mundo y que, como en un gran self-service, cada cual coge de sus estantes aquél que más se adapta a sus necesidades. Ni siquiera las relaciones personales escapan a la implacable ley de oferta y demanda ya que, como él dice, “en nuestra sociedad el sexo representa un segundo sistema de diferenciación, con completa independencia del dinero y tan implacable como este”. De la épica hemos pasado al conformismo y del romanticismo al consumismo, lo que no lleva más que a la falta de afectividad que caracteriza al hombre postmoderno.
Hace tiempo que no creemos en héroes y el sentido de la épica nos produce una risa cínica. Caminamos indecisos, sin rumbo, encorvados bajo el peso del futuro, como aquel personaje que creó el gran poeta T.S. Eliot, J. Albert Prufock, que no es más que un espejo que desnuda nuestras miserias. Este yo impersonal, un poco Eliot, un poco todos, paseaba por “calles que se prolongan como un argumento aburrido de intención tediosa”, mientras observaba “el humo que sale de las pipas de los hombres solitarios, asomados a sus ventanas en mangas de camisa”.
Estas calles bien pudieran ser las que pintaba Edward Hooper en sus retratos neoyorquinos y sus personajes los mismos que salieron de la paleta del pintor norteamericano; hombres anodinos con vidas anodinas, cruzados de brazos en su merecido descanso dominical. El futuro pide autómatas que no se hagan preguntas; sólo dejamos que el Arte las haga por nosotros. Tal vez no lo sepamos, porque la vida no nos deja, pero seguimos acodados en las plazas solitarias que dibujó De Chirico, preguntándonos por el silencio de Dios.
Yo, como Eliot, aún escucho a las sirenas cantándose una a otra, pero también sé que no cantan para mí.

2 comentarios:

  1. Y,¿Cómo sabes que no cantan para tí?
    ¿Has pensado que quizá cantan sólo para el que quiere oirlas? Y tú, las oyes...yo se que las oyes. Cada día. Aunque no estés cerca del mar...

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