“Todos vosotros sois una generación perdida”. La frase la escuchó Gertrude Stein al encargado de un taller de automóviles parisino, en donde reparaba su maltrecho Ford-T y el destinatario era un empleado que, entre pieza y pieza, se echaba unos tragos. Generaciones perdidas ha habido muchas, no sólo en el mundo del arte, pero esta frase, que recogió Ernest Hemingway en ‘París era una fiesta’ simbolizó la trayectoria de los jóvenes que sirvieron en la Primera Guerra Mundial y por ende, nombró a los escritores que participaron en dicha contienda. John Dos Passos, que además trabajó como corresponsal en la Guerra Civil Española, F. Scott Fidgerald, el representante con más talento, Robert McAlmon, Harold Stearns o John Peale Bishop, demostraron que el epíteto de Mrs Stein no fue afortunado. Es lícito pensar que, después de ver la cara de la muerte, los placeres y los días, como bautizó Proust a la cotidianeidad, pierdan sentido.
Me he acordado del libro de Hemingway tras ver la última película de Woody Allen ‘Midnight in Paris’, en la que el cineasta neoyorkino rinde un homenaje a la bohemia y al París de entreguerras. Un París que también supo retratar con elegancia el mundano escritor británico Somerset Maughan, quien afirmaba que no hay otra ciudad en el mundo en la que los grupos aislados coexistan sin el mayor contacto. Allí la alta sociedad apenas tolera en su seno a extraños -como bien observó Proust- los políticos viven en su peculiar y corrompido mundo, la burguesía se visita exclusivamente a sí misma y los escritores se reúnen con escritores, los pintores con pintores y los músicos con músicos.
En esta película la nostalgia tiene un protagonismo especial. El nostálgico no sólo es aquél que vive instalado en el pasado sino que vive y sueña con una época pretérita, aquella en la que la vida se ve con los ojos del espíritu y el arte ocupa un lugar prominente en el corazón de los hombres. Esa Arcadia feliz se opone al utilitarista mundo burgués, que pinta de brochazos grises nuestro futuro.
Este es precisamente el motor de la magnífica novela ‘Al filo de la Navaja’ de Somerset Maughan. En ella el escritor británico crea un personaje que reúne todas las virtudes del ideal: bondad, originalidad, ansia de aprender, tolerancia, idealismo; lo que Baudelaire llamó “ser sublime sin interrupción” -esa máxima que Umbral persiguió en su dandismo provinciano-.
Esta novela nos enseña que leer la Odisea en lengua original es ponerse de puntillas para tocar las estrellas y que la gente interesante, por lo general, no tiene mucho dinero. “La vida espiritual es una vida de intensa felicidad. Sólo una cosa le es comparable. Subir sin compañía en un aeroplano, alto, muy alto, y sentirse rodeado tan solo por lo infinito, por el espacio ilimitado”.
Al final, como siempre, la vulgaridad se impone y la vida pasa por encima del que busca un camino diferente, pero la novela deja abierta una puerta a la esperanza. El Establishment no puede ser una barrera para la realización personal y no hay nada más preciado en la vida de un hombre que escuchar la llamada de su interior. Como nos recuerda Maughan, hay hombres dominados por un deseo, por una necesidad de hacer una cosa determinada tan imperiosa que no pueden resistirla, y para satisfacer su anhelo, son capaces de sacrificarlo todo. Al final, la recompensa es infinita. “Quien decide abandonar el camino trillado acepta un grave albur. Son muchos los llamados pero pocos los escogidos”.
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