Los recuerdos se asoman asociados a las calles que los hicieron grabarse indelebles en nuestra memoria. Las imágenes de la ciudad que acogió nuestra infancia y primera juventud permanecen inalterables en nuestro recuerdo, aunque que cada vez existan menos elementos reconocibles en su fisonomía. Nuestra ciudad es la que un día fue y no la que es hoy, a pesar de que contemplamos su nuevo rostro todos los días.
Me viene esto a la memoria al comprobar tristemente cómo mi ciudad está traicionando su pasado, cambiando su romántica y decadente imagen de vieja ciudad europea por no sé qué criterios de funcionalidad. Es triste saber que el ser humano apenas deja vagos recuerdos de su existencia y que ni siquiera los lugares que habita resisten al tiempo. Eso lo ha sabido plasmar como nadie Patrick Modiano, que ha construido todo un mundo literario en torno al París de los años cincuenta y sesenta.
Los cambios en los barrios parisinos de su infancia y primera juventud se han convertido en su obsesión literaria. Es frecuente que en sus novelas la realidad se funda con el ensueño, para dar así la sensación de que ni siquiera la identidad del hombre es algo tangible, sino una ilusión que no llegamos a vislumbrar en toda nuestra vida. En sus novelas los personajes son apenas el recuerdo de los vecinos que un día los vieron aparecer engullidos por la rutina diaria.
Modiano transita por el elegante bulevar de la nostalgia, sobre barrios, cafeterías y tiendas que ya no están; donde un día habitó nuestro verdadero yo. Consciente de la fragmentación de las nuevas ciudades y del anonimato de sus habitantes, el escritor indaga sobre la fragilidad de los hilos que nos atan a la existencia. Así, el lugar desaparecido se convierte en una metáfora de los proyectos incumplidos, de las personas que nos dejaron de amar, de los amigos que nos olvidaron; lo único que queda es el sonido de nuestros pasos por unas calles que han rejuvenecido su aspecto para burlarse de nuestro banal sentimentalismo.
Los vivos y los muertos, los presentes y los ausentes, se cruzan en una ciudad que tritura nuestros sueños día a día. En la antigüedad los héroes luchaban contra el destino y esa lucha era baldía, porque el destino es irrevocable, pero la lucha daba un sentido a la existencia. El hombre moderno no lucha, pues ha dejado de creer que un orden superior le dicta su destino. Simplemente pasea su ridícula pretensión por calles que mercadean con la honra diaria.
¿Por qué guardamos tanto cariño al recuerdo de la ciudad de nuestra infancia? Parece preguntarse Modiano, que, sin embargo, reconoce haber sido un niño triste. Tal vez porque guardamos el inconfesable anhelo de despertarnos una mañana y descubrir que todo el tiempo transcurrido ha sido un sueño y que tenemos todo el día por delante para jugar con nuestros amigos.
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