viernes, 4 de febrero de 2011

La tristeza profunda de Burroughs

Acabo de terminar Queer; mi primera inclusión en el alucinado mundo de William Burroghs. He de reconocer que siempre he mostrado algún que otro prejuicio con la literatura beat. Me jodían sus ínfulas visionarias, confundiendo los efectos alucinógenos de las drogas con intensas experiencias metafísicas. Tampoco me he acercado a Kerouac, a pesar de que comparto su gusto por la independencia y el viaje en su forma más contestataria. El otro día cayó en mis manos el ejemplar de Borroughs, después de dar infinitas vueltas a un expositor de Compactos de Anagrama. Se trata de una de las novelas más personales del autor norteamericano, si es que hay algo en su obra que no merezca este calificativo.
Lo primero que me llamó la atención es su heterodoxia formal; la narración apenas se agarra a un hilo argumental de corte clásico y salta de un pasaje a otro con la discontinuidad de la memoria. Años más tarde el autor confesó que quiso plasmarse a sí mismo con el síndrome de abstinencia y, en verdad, los pasajes parecen los sueños distorsinados de un yonqui. Con una técnica que discurre entre el flujo de conciencia faulkneriano y las técnicas collages surrealista, el autor nos instala en la mente torturada de Lee, alterego del escritor, un penoso personaje que ha descartado hace tiempo la redención.
Esta idea me hace recordar el comentario de un personaje del Cuaderno Gris de Josep Pla, que en una de esas antiguas tertulias, llenas de humo y silencio, dijo que el error de Jesucristo fue el creer que el hombre es redimible. Me parece que Borroughs también participa de esta idea; por eso el libro transita por un escenario desolador, asfixiante y claustrofóbico. El narrador se mueve por tugurios y moteles de México, Ecuador y Panamá como una steady-cam, mostrando la realidad desde su ojo torturado y la imagen que nos transmite es de degradación, inmundicia y sexo en su estado más turbio. Latinoamérica despierta un hedor insoportable y el exponente de su corrupción moral son los garitos malolientes, donde los efluvios etílicos se mezclan con los eructos blasfemos de unos personajes que proyectan su desencanto vital y su miseria moral en los demás.
Seguro que Burroughs bebió de la desolación etílica de las cantinas mexicanas descritas por Malcom Lowry en ‘Bajo el Volcán’ y quien haya leído ambos libros puede encontrar ciertos paralelismos. Sin embargo, en Lowry la borrachera dejaba espacio a la poética; el escritor inglés escapaba de la fealdad del mundo para instalarse en un estado superior y el mezcal le ayudaba a rasgar el telón gris de la rutina y vislumbrar así el espacio poético subyacente. Lowry nos invitaba a beber para ver el supremo encanto de una anciana sentada en el rincón de una cantina de madrugada. Burroughs bebe para reírse de sí mismo, para repudiar el mundo. Sus metáforas y diatribas cortan el aire como lanzas heladas, produciendo una escozor de vacío metafísico. Sin embargo, entre la maleza de su prosa a veces despunta la queja de un niño expulsado del paraíso y entre tanta inmundicia hay también espacio para la evocación. Nos dice que “la tristeza profunda no admite el sentimentalismo”, pero en las páginas del libro aún podemos ver huellas de alguien a quien el dolor “hace sangrar por dentro”.

3 comentarios:

  1. Muy buen artículo o pensamiento. Y, ¿Quién no quisiera encontrar a más de 2000 metros de altitud la droga soñada de los indígenas de la Amazonía? La mítica planta medicinal yagé...espera en lo alto de la montaña...sólo hay que saber como llegar y como utilizarla...

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  2. Gracias Debe ser una droga peligrosa. No sé hasta qué punto es verdad que ciertos estados ha experimentado con ella para fines malignos.

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  3. Yo creo que son cieros. Más que nada por la altura. Ya se sabe que cuando se habla de montañas a gran altura todo se magnifica mucho, entonces... yo creo que tiene que ser verdad. Y ahora, quieren que la hoja de coca se legalice...

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