domingo, 20 de marzo de 2011

La propia vida; el mejor libro

La literatura es el camino más corto para vislumbrar lo que fuimos y lo que hemos soñado ser; por eso cuando comenzamos un libro es con la esperanza de revivir parte de aquellas mañanas de nuestra infancia. Sin embargo, a medida que vamos cumpliendo páginas vamos marcando muescas en el calendario y es inevitable pensar que la lectura nos priva de experiencias vitales. Paco Umbral se asombraba de lo que podía envejecer un niño una tarde de domingo y yo me sorprendo de lo que puede envejecer la lectura. Tras muchas páginas se empieza a comprender que la mayoría de libros vienen a decir lo mismo: que la realidad acaba imponiéndose sobre los sueños.
Los libros cambian de significado cuando crecemos porque llega un momento en la vida del hombre en el que el tiempo deja de ser aliado. Una puerta electrificada se cierra detrás nuestro para no abrirse nunca más, encerrando una existencia plácida, en la que todo eran sonrisas y rostros amables. En esa primera juventud vagábamos confiados en el futuro, con el sol a nuestra espalda inmóvil en el cielo; nuestra confianza en la vida era absoluta y los libros tenían una correspondencia directa con nuestra idea de lo que iba a ser el futuro.
Sin embargo, cuando un hombre enfila la madurez pierde el control sobre el tiempo; los días se acortan y las posibilidades menguan, para acabar comprendiendo que existen muy pocas posibilidades vitales de realización. Dolorosamente llegamos a aceptar que nunca vamos a beber la luz de la luna en copas de champagne, ni a cabalgar por grandes praderas como salvajes. La vida se va pareciendo más bien a descoloridas páginas de un diario de provincias y ante esa grisura el libro se ofrece como la mano de aquél amigo que un día nos ayudó a salir de un pozo. Pero el libro ya no es una confirmación de la vida, sino una tabla de salvación que libera nuestro ahogo existencial, que nos hace recordar que un día fuimos libres.
Es lícito creer que la lectura puede excluir a la vida, pero prefiero pensar que la complementa. Siempre he sentido devoción por los escritores que han intentado conciliar vida con literatura y de entre ellos Jack London destaca como el arquetipo de escritor aventurero. London dio prioridad a sus vivencias para después trasladarlas directamente sobre el papel. Su fuerza era la de los pioneros americanos  y su modelo inspiró a escritores posteriores como Hemingway, Dos Passos, Steinbeck o Kerouac. Así, la historia ha moldeado un modo de ser escritor viajero, aventurero y autosuficiente, en oposición al dandy europeo “fin de siecle”, que alardeaba de inactividad como pose estética. Probablemente el ansia de aventuras nazca de la decepción y el viajero sea un gran desengañado de la vida, también los grandes lectores lo son.
El niño que llevo dentro siempre ha preferido parecerse más a un personaje de las novelas de Jack London que a un literato de gran hondura intelectual, inmóvil en una vida apocada y burguesa. Houllebecq ha dejado escrito que vivir sin leer es peligroso porque te obliga a conformarte con la vida, pero yo sigo albergando muchas dudas tras escuchar el sabio consejo de Cernuda, que un buen día exigió al lector arrojar el libro para siempre y correr raudo a bañarse con ninfas adolescentes en lagos dorados.

viernes, 4 de marzo de 2011

Apollinaire o cómo definir el tiempo

Apollinaire nos enseñó que el tiempo es esa lejana hipótesis que un buen día se nos presenta con ruido de tambor; por eso es el poeta que mejor lo ha definido. Al final, gran parte de la literatura se ha resumido en medir las consecuencias que el tiempo va dejando en nosotros. Si la literatura es un ajuste de cuentas con la vida, la poesía lo es con el tiempo; esa ola que va engullendo todo lo que somos, lo que representamos, lo que queremos.
Leyendo sus poemas entendemos que nuestra corta existencia al final se hace larga, porque el tiempo se encarga de desnudarnos en la segunda etapa de nuestra vida y pasamos un largo invierno antes de la muerte, tiritando de nostalgia.  Proust creía que no merecía vivirse esa segunda parte y por eso renunció a su madurez y se dedicó a describir su juventud durante varios años antes de su temprana muerte. Para él la segunda mitad de la existencia sólo era un pálido reflejo de la juventud y buscó en el tiempo un refugio que la vida ya no podía darle.  
Esta es la misma idea que desarrolla Julian Barnes en su última novela ‘Nada que temer’. Sí, que la vida es corta, “pero suficientemente larga para hartarte de ella”. Es suficientemente larga para que palidezcan los coloristas ropajes que han vestido nuestras primeras ilusiones y uno no puede dejar de sentirse estafado.
Apollinaire también escribió que, aunque nuestra existencia es corta, las horas llegan a pasar con la lentitud de un entierro y que incluso llegamos a recordar los sufrimientos y las penas con cierta nostalgia, por haber sido parte de un pasado que se nos ha ido como arena entre los dedos, un pasado que siempre se presenta en nuestra memoria entre marcos dorados. “Llorarás la hora en que lloras, que huirá rápidamente, como pasan todas las horas”. También se acordó del Sena para describir el tiempo; un río que pasa indiferente, empapando nuestros proyectos: “Pasan los días y pasan las semanas, ni el tiempo pasado ni los amores vuelven. Llega la noche/suena la hora/los días se van/yo permanezco.
El poeta francés fue un gran amante de la pintura, tal vez porque es el único arte que logra detener el tiempo.  La pintura logra lo que nosotros no podemos alcanzar, que un instante se eternice, que por un momento no nos sintamos tan vulnerables.
El hombre debe aprender que la vida le va despojando de lo más querido, poco a poco, sin crueldad aparente, y que debe permanecer acodado en la desesperanza, a la espera de la última llamada. El poeta que mejor definió la impotencia del hombre ante la muerte es Juan Ramón Jiménez: “Yo me iré y los pájaros seguirán cantando”.