Pier Paolo Pasolini se refería a ellos como seres fabulosos, sin raíces, sin sentido, llenos de significados dudosos e inquietantes, dotados de una fascinación poderosa. El escritor italiano recorrió la India en los años sesenta con el matrimonio formado por Alberto Moravia y Elsa Morente y volcó sus vivencias e impresiones en la que está considerada como su mejor crónica de viajes “El olor de la India”. Los tres italianos simbolizaron la perplejidad del viajero occidental ante la descarnada y terrible realidad del país de Gandhi; era una época en que la India se empezó a poner de moda en la cultura hippie gracias a la idea perfección espiritual y personal que representaba. Libros como ‘Siddharta’ de Herman Hesse o ‘Al Filo de la Navaja’ de Somerset Maughan ayudaron a crear esta idea en el imaginario colectivo y a convertir a la India en la meca de los espíritus sedientos de trascendencia.
La India es sinónimo de fatalidad, de una vida que no es vida, sino sumisión a las circunstancias. Sin embargo, esta falta aparente de sentido está rodeada de una inagotable belleza, que convierte cada acto cotidiano en algo trascendental. Bajo la lupa neorrealista de Pasolini los indios pueden parecer seres obligados a vivir una vida descarnada, radical, sin tregua y así lo mostró el escritor italiano en sus crónicas. “En la India la vida tiene los caracteres de la insoportabilidad. No se sabe cómo es posible resistir comiendo un puñado de arroz sucio, bebiendo un agua inmunda, bajo la amenaza constante del cólera, del tifus, de la viruela, hasta de la peste. Cada despertar ha de ser una pesadilla. Sin embargo, los indios se levantan con el sol, resignados, y resignados empiezan a ocuparse de algo; es un girar en el vacío a lo largo de un día entero. Verdad es que los indios nunca están alegres, sonríen a menudo, es cierto, pero se trata de sonrisas de dulzura, no de alegría”. Sin embargo, esa dulce resignación es una promesa de futura felicidad.
En verdad ningún viajero que se introduzca en este ajetreo inútil puede permanecer tranquilo ante este espectáculo diario: trasiego, suciedad, mercadillos atestados, tráfico anárquico, mendicidad, excrementos, hedores insoportables. Las calles se asemejan a un gran bazar caótico; tenduchas, garajes, puestos callejeros y en el asfalto excremento, suciedad y papeles pisados por vacas famélicas, escuchimizadas, que nadie osa tocar. Y ruegos, ruegos por una mísera moneda. Es imposible no caer en las peticiones de las hordas de mendigos que te avasallan por las calles, siempre acaban engatusándote con sus ruegos, es algo de lo que uno no puede escapar. En cada indio se ve a un mendigo, pero de una mendicidad orgullosa, que mira por encima del hombro el utilitarismo occidental.
También sus vestimentas son de otra época, de una época pretérita en la que se han detenido, de una época fantástica, con resonancias bíblicas. Para entender su dignidad, su pobreza, hay que saber que son personas que carecen del menor rasgo de vulgaridad. Por eso la India es fantástica y la miseria es bella, la vulgaridad burguesa no está presente pues provienen de una tradición antigua y la pequeñez a la que se reduce el indio tiene algo de grandioso. “Esta enorme muchedumbre, prácticamente vestida con toallas, emanaba una sensación de miseria, de indecible indigencia: parecía que todos acabasen de salvarse de un terremoto, y felices de haber sobrevivido, se conformasen con los pobres harapos que tenían al huir de los míseros lechos construidos, de los ínfimos tugurio. Las aceras, las esquinas, los pórticos están atestados de silenciosos durmientes por la noche que convierten las ciudades en un espectáculo terrible y hermoso. Toda la calle está llena de su silencio y su sueño se parece a la muerte, pero a una muerte que, a su vez, es dulce como el sueño”, dejó escrito el intelectual italiano. En las estaciones de tren ese espectáculo se multiplica, montones de harapos blancos tendidos en el suelo indican la presencia de los indigentes. De vez en cuando uno de ellos levanta la cabeza y traspasa tu mirada con una indiferencia infinita, la del que nada y todo lo espera.
La India es inagotable y uno siempre tiene la sensación de estar allí por primera vez; cada cosa que se observa es una fotografía con entidad propia y cada conversación material literario. El color también es distinto, más intenso y no sólo está presente en los saris de las mujeres; es una gradación distinta provocada por la luz especial que acoge a este variopinto país. Los colores de las vestimentas son fuertes, al igual que el color natural de la población, un tostado casi negro, en cambio el color de las casas es dulce, como el carácter indio. También el olor tiene su propia identidad, un olor acentuado por el extenuante calor y mezclado con comida, especias, suciedad, sudor, flores, incienso. Es difícil concretar su naturaleza, pero indisociable del país.
Un país de religiones
La India es, después de China, el país más poblado del planeta y sus ciudades son enormes extensiones informes de casas y tiendas casi improvisadas que se arremolinan alrededor de mercados. Los templos son pequeños remansos de paz en el que el viajero descansa la mirada y la aturdida cabeza, alucinada por tanto trasiego. Salvo excepciones, como Khajuraho, ciudad en la que reina una extraña calma, provocada por la belleza de los templos, la atracción del viajero se centra en el espectáculo de la gente y de las religiones y en la diversidad de ritos que el indio repite hasta la saciedad. La religión ocupa sin duda un lugar prominente en la vida diaria de estas gentes, aunque el hinduismo no sea una religión de estado. Acudir a uno de los numerosos templos es un espectáculo inolvidable. Flores, incienso, ofrendas, música; ni rastro de tristeza ni culpa, la muerte es parte de la vida y la vida parte de la muerte, no es una transición dolorosa.
El escritor francés Henri Michaux escribió en su libro ‘Un bárbaro en Asia’ que la religión del indio es de carácter práctico ya que espera un bien rendimiento en el orden espiritual, la belleza por la belleza no le interesa. Moravia no estaba de acuerdo y refutaba que la religión india es espiritual “por el hecho de anteponerse a sí misma frente a la sociedad”. Pasolini, en cambio, creía que los hindúes no eran especialmente religiosos, más bien esa religiosidad sería algo impuesto, que nace de la horrible situación que se ven obligados a soportar, de modo que una religión en apariencia abstracta es la más práctica de las creencias, pues coadyuva a sobrellevar la más dura de las existencias. Así lo relató en una de sus crónicas: “Cualquiera que los observe diría que esos ritos no sirven para nada, que es pura formalidad, neurosis repetitiva, pura gestualidad ritual, cada hindú se reconoce en la mecanicidad de una función, en la repetición de un acto y lo que diferencia a un indio de otro es la clase de rito que desempeña. Trazar un cuadro de la religión hindú es imposible, cada hindú tiene un rito diferente”.
Esos gestos repetitivos tienen su explosión más característica a orillas del Ganges, en la ciudad santa de Benarés. Allí, en las mismas aguas donde se sumergen los cuerpos sin vida de los todos los indios, sin excepción de clase (santones, parias, leprosos), llevan a cabo la higiene diaria miles de personas con repetición obsesiva. Por la noche, los fuegos a orillas del río nos recuerdan que la muerte forma parte de nosotros, indisoluble, y está tan presente en la vida de estas gentes que en realidad se vive para ella. Aquí la muerte es rutina y no se atisba ningún sentimiento de dolor en el rostro de los que contemplan estos ritos funerarios.
Algunos sostienen que fue la religión la que originó el sistema de castas; esta clasificación social única en el mundo forma un complejo entramado de otras subcastas que impiden una verdadera cohesión social. No obstante, este sistema ya no impera en las grandes ciudades y hay que irse a los pueblos para verlo. Raimon Panikkar, el famoso sacerdote y filósofo indio contemporáneo reflexionó sobre sus principales características: una desigualdad inmutable determinada por el nacimiento; el ordenamiento gradual y desigualdad de profesiones y las prohibiciones de matrimonio entre grupo y grupo (endogamia). Esta fragmentación de subcastas actúa bajo sus propias leyes y tabúes, frenando toda posibilidad de integración comunitaria. Sin embargo, poco a poco se va asentando una burguesía india, que a pesar de todo, parece que vive con un desagradable sentimiento de culpa del que se siente agraciado en medio de un océano de pobreza. Pasolini ya observó la terrible contradicción en la que se encuentra esta clase. “Los dueños de las pequeñas tiendas, los escasos profesionales tienen siempre un aire asustado, frecuentemente atontado. Ante los europeos, que todavía son un modelo que les parece inalcanzable, casi pierden la palabra”. A pesar de que las mejores profesionales hacen cola para abandonar el país, parece que la India empieza a despertar de un largo sueño gracias a una economía liberalizada, aunque el precio de este desarrollo puede verse en las miradas perdidas de innumerables desheredados.
A pesar de que la occidentalización es cada vez mayor, recorrer la India sigue siendo una experiencia fascinante, pero también puede ser devastadora. Uno no puede dejar de compartir el sentimiento del novelista Moravia cuando abandonó el país. “Cada vez que en India se deja a una persona, se tiene la sensación de estar dejando a un moribundo a punto de ahogarse entre los pecios de un naufragio”